A pie de isla

Pan payés

Andrés Ferrer Taberner

Andrés Ferrer Taberner

Las hogazas de pan moreno no solo han sido parte esencial de la dieta del payés desde que se guarda memoria de los trigos, sino que han trascendido el mero ámbito alimenticio para convertirse en una seña de identidad más de la isla. Pocas cosas tan ibicencas como este pa pagès, de tamaña redondez crujiente y tostado por soles ocultos que solo rendían obediencia a las payesas al frente de sus hornos de piedra.

A fecha de hoy no solo subsiste todavía este alimento, sino que cada vez gana más popularidad, sobre todo entre aquellas personas que aman Ibiza con el corazón y no con el bolsillo y las modas a las que este último sirve. Solo masticándolo de nuevo, saboreando su corteza y sus migas, sé que estoy de vuelta a la isla cuando regreso de la Península cansado de los malos panes que me invaden de arena la despensa, que es a lo que saben.

No hace falta insistir aquí demasiado sobre la importancia del pan en general. «Comunión de espigas», sugiere sobre el mismo el poeta y periodista Salvador Rueda, precursor español del Modernismo. Qué habría sido del ser humano en una existencia privada de tal comunión diaria, de ese «milagro repetido», tal como reza uno de los versos de ‘Oda al pan’, el bellísimo poema de Pablo Neruda que compendia todas las virtudes de este sustento milenario que alimenta los estómagos y puebla las culturas que le rinden su paladar de metáforas evocadoras.

Hijo de la agricultura, es el pan la mayor meta a la que puede aspirar un grano de cereal. Se halla tan unido al ser humano que jamás podremos colonizar de verdad −desde las entrañas− ningún lejano planeta hasta que podamos elaborarlo allí cada amanecer.

Un «milagro repetido» −qué razón tenías, Neruda−; milagro (¿acaso no lo es la fermentación de esa bendita mezcla de harina y agua gracias a una porción cuasi mágica de la masa de la hornada anterior?) que el payés ibicenco repetía solo una vez por semana con el acopio de su propia cosecha de cereales, cultivados en su heredad para el autoconsumo.

Cada casa contaba con su horno, siendo integral en su mayor parte la harina empleada en las hogazas, por lo que el pan moreno se mantenía en buenas condiciones varias jornadas. A ello contribuía que se guardaba envuelto en tela dentro de un armazón de caña que colgaba del techo del porxo para protegerlo de los roedores. Una imagen esta potente y reveladora: el pan presidiendo ingrávido desde las alturas de las vigas la estancia principal de la casa tradicional; el trigo elevado a escultura simbólica que ahuyenta el fantasma del hambre en el hogar con su sola presencia. No hay estampa religiosa que pueda hacerle sombra.

En Turquía circulaba un proverbio antiguo que decía así: «Quien es verdaderamente hombre, saca su pan de la misma piedra». Hay que subrayar que tal observación, en sentido literal, se cumplía en Ibiza al pie de la letra. Con pequeños campos cerealísticos tan magros de tierra y salpicados y circundados por cercas o ribazos de piedra por doquier, esa era exactamente la sensación que causaba el payés cuando laboraba: que le arrebataba el pan a la piedra misma −en apariencia más abundante que los terrones de los labrantíos−, aun al precio de encallecérsele las carnes. Por eso ritualizaba interiormente, como todo buen campesino, su ración diaria de pan. En realidad, fue baldío que Jesús de Nazaret escenificara la consagración del pan ante sus discípulos −pronto estos en busca y captura−, pues dicho alimento milenario ya había sido santificado por el sudor del hombre mucho antes del parto de los primeros dioses.

Las payesas daban a sus hijos al levantarse unas enormes y gruesas rebanadas de pan moreno casero con aceite, una suerte de ‘bendición materna’ del todo cardiosaludable y energética como pocas que practico yo conmigo mismo cada mañana temprano antes de salir a correr.

Asimismo, a los pescadores ibicencos tampoco les faltaba su porción diaria de este pan. A mediodía, mar adentro, y con la venia de peces y olas, lo sacaban de la despensa bajo cubierta cuando tocaba comer. De igual manera, los labriegos que se afanaban en el campo apuraban también sus rebanadas entre labor y labor, bien sin añadirles nada o con aceite, o como acompañamiento de otras sencillas pitanzas de colesterol cero la mayoría, salvo la sobrasada, ¡ay! (exclamo esta interjección no por el maldito colesterol que sí contiene esta, sino por lo buena que está la condenada).

El pan payés, pues, tan maravillosamente primitivo, casi que se te pueden impregnar las papilas gustativas enteras de puro neolítico, es a mi entender la confirmación de que el hombre sí puede vivir la mar de bien solo de pan, sobre todo si es crujiente y esponjoso a la vez como el de la isla. Y tanto que puede vivir así, y encima felizmente, sin tribulaciones religiosas, con más de una tímida y simpática miga asomándosele por la comisura de sus labios sonrientes, sin rastro de la palabra de dios.

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