Opinión | A pie de isla

El gato Manolo

De visita a Egipto cuenta el historiador Diodoro de Sicilia (siglo I a. C.) que los gatos eran venerados allí hasta el punto de presenciar él mismo el linchamiento de un ciudadano romano. Su crimen: haber dado muerte involuntariamente a uno de ellos.

Y eso que el desafortunado minino nada debía tener de especial; uno más de los que jugarían a perseguir polluelos de ibis a orillas del Nilo entre marañas de juncos.

Desde luego que no alcanzaba a ser un fuera de serie como nuestro Manolo, el gato que no para de hacer amigos en Santa Eulària, en esta Ibiza que en poco se asemeja al Egipto de aquellos tiempos salvo que también cuenta con ‘pirámides’, las de sal amontonada en ses Salines. Si aquel pobre gato de la tierra de los faraones, que yacerá seguramente embalsamado en algún oscuro rincón, llega a ser tan especial como el nuestro, no contentos con matar al extranjero los egipcios le hubiesen declarado la guerra a la mismísima Roma.

Y es que Manolo es mucho gato. De tamaño medio, y negro como el azabache, apareció un buen día por el instituto Xarc de aquella población. Y allí sigue, feliz a la manera de los gatos, a mis ojos más inteligente a la del hombre, eternamente insatisfecho como un pozo sin fondo.

Es nuestro protagonista de lo más popular entre profesores y alumnos, tal como informó este periódico días atrás. Hasta le han diseñado su propio perfil en Instagram. Su mérito, aparte de las siete vidas, poseer el don de la ubicuidad, pues anda en todas partes a la vez con ese sigilo tan propio de los de su especie: el lenguaje de las sombras. Se le ve en la entrada del instituto, en el patio, en los pasillos y en las aulas incluso; de oyente, muy quietecito, mudo y aplicado, como alumno libre aunque sin abonar matrícula, a no ser que tenga beca.

Este gato, y parafraseo al poeta Jean Cocteau, se ha convertido en el alma visible de la casa, en este caso muy grande, el instituto: una enorme pizarra abierta a todos, tanto a los que quieren aprender como enseñar. Y Manolo, sin duda, codicia ambos verbos: aprender más sobre los humanos (yo llevo toda la vida repitiendo curso intentándolo y sigo sin entenderlos) y enseñar doctrina gatuna a la vez, que no es sino revelar con gestos que le son propios la cautivadora naturaleza felina a fin de demostrar cuan falsos son los argumentos que utilizan algunos para aborrecer a los gatos.

Al integrar de forma tan espontánea a este ‘huésped’ en sus dependencias, el citado centro ha dado toda una lección de tolerancia y amor por los animales, algo impensable en la España de hasta no hace mucho, tan cruel siempre con cualquier ser que no caminara erguido. Todo animal podía ser entonces objeto de burla y menosprecio, pues eran los últimos ‘heterodoxos’ que restaban por maltratar en este país, criaturas consideradas inferiores y, por tanto, sin protección alguna.

El bueno de Manolo me trae a la memoria un gato que conocí en Ushuaia, la ciudad más meridional del mundo. Visitando en grupo el museo del antiguo penal de esta capital reparé en un gato que nos acompañaba todo el tiempo mientras nos desplazábamos por celdas y corredores. Pero lo curioso es que cuando nos deteníamos alrededor del guía para escucharle, el animal nos imitaba sentándose frente a él, más atento que ninguno como si saboreara cada palabra. Respondiendo a mi curiosidad, el guía me contó que ese gato se instaló allí una mañana para quedarse, mostrando una y otra vez idéntico comportamiento desde el principio con todos los grupos de visitantes, ya que no se separaba de ellos.

Al final, antes de irnos, se vio recompensado acaparando él solito la mayoría de fotos de los allí presentes. Al igual que Manolo, también ponía cara al alma del lugar, y de paso a la de los antiguos reclusos, presos políticos algunos que, por cierto, tenían a gala mimar a otros gatos que se presentaban como caídos del cielo austral para socorrer su angustiosa soledad.

Cuando se habla de gatos, sean de Ushuaia, el Nilo, o que aparentan responder al nombre de Manolo (un gato jamás atiende a nada de verdad que no sea su instinto, bendito sea), siempre hay alguien que tercia con que le gustan más los perros a causa de su absoluta sumisión. ¿Por qué compararlos? ¿Acaso compiten en domesticidad? Con quién nos compararán ellos, me pregunto. ¿Con la buena imagen de ‘domésticos’ a tiempo completo que intentamos vender de nosotros mismos? A la postre aún resultará que la frágil docilidad del gato es más sincera y firme que la nuestra pese a las apariencias. Nos sigue rugiendo la caverna por dentro. Ahí está la última guerra que incendia Europa para demostrarlo.

Y ya que he empezado con egipcios finalizaré con ellos. Sí, los habitantes del país del Nilo tenían sobrados motivos para sacralizar a algunos de los animales no comestibles que los acompañaban. A mí al menos me lo parece, pues la vida de un solo gato como Manolo vale a mi juicio más que la vida de mil hombres como Putin. Ahí queda.

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