Opinión | A pie de isla

Desde Marte hasta Cuenca, todos a Ibiza: empieza la temporada

En su libro ‘Vida y muerte de un pueblo español’, un valiosísimo testimonio de la Ibiza de los años treinta publicado en 1937, el escritor norteamericano Elliot Paul sugiere que los payeses de la isla reducían las estaciones a dos: estiu (de abril a noviembre) e hivern (el resto del calendario).

Los payeses ibicencos, ya se sabe, prácticos siempre a más no poder. Simplificaban el calendario a tenor de la sensación térmica que experimentaban tanto en sus cuerpos como en sus propias tierras, su segunda piel. El otoño y la primavera parecían resbalarles; los relegaban a higueras y almendros, sus frutales favoritos tanto de despensa y monedero como de vista.

Sí; que ambos árboles obrasen a su discreción con dichas estaciones, que las vivieran como a sus corazones de madera inyectados de savia se les antojara: las higueras vistiendo sus faldellines de hojas festoneadas de ocres en otoño; y los almendros ciñéndose el jubón de flores en sus copas, en esas del primer bostezo aún frío de la primavera en ciernes.

Esta partición del año en dos porciones guarda semejanza en la actualidad con otras dos mitades que, aunque de idénticas fechas, responden a diferentes nombres y conceptos, además de incidir infinitamente más en la vida de los ibicencos. Lo que antes los payeses llamaban estiu, se asocia ahora con la temporada, la época en que la totalidad de Ibiza, directa o indirectamente, hace caja colectiva con el turismo, un filón que riega de oro la isla entera de punta a punta. Que riega, ya lo creo que sí, aunque no sin provocar a la vez algún que otro seísmo poniéndola a prueba.

Y a lo que los payeses llamaban hivern se identifica hoy día con los meses que quedan fuera de temporada, lo que viene a significar el vacío, la parada vegetativa, la nada, el compás de espera, el limbo, el barbecho … o sea, la atmósfera cero del planeta mayor pitiuso.

Hay islas con otras divisorias determinantes de otro tipo, pongamos que geográficas. Véase por ejemplo la isla de La Española, partida como está en dos naciones que apenas guardan relación alguna entre sí: República Dominicana y Haití. Su divisoria, su frontera, es nítida e inconfundible, ¿verdad? Pues bien, se desvanece en comparación con esta otra de Ibiza, mucho más tajante, que delimita la temporada con la ausencia de la misma; dos hemisferios de espacio-tiempo que nada tienen que ver el uno con el otro. Sin embargo, se necesitan desesperadamente; se complementan.

Lo que conocemos como temporada comienza con una crecida, como la del Nilo en el antiguo Egipto. No se compone aquí de aguas ahítas de fértiles limos, sino de millones de turistas con ‘limos’ aún más productivos todavía. Una crecida que se manifiesta cuando el aeropuerto de la isla comienza a compactarse con esas maletas con piernas recién llegadas que son los pasajeros, algo que eclosionará en las próximas semanas y que no cesará ya hasta bien entrado noviembre.

Así ha ocurrido en las últimas décadas, año tras año; un hecho casi de precisión astronómica, como la crecida del Nilo. Pero cada vez la zona de inundación aumenta un poco más. Llegará el día que se saldrá de la isla, con todo ese légamo fructífero cayendo a las aguas marinas, qué desperdicio. ¿Qué haremos entonces? ¿Rellenar de oro atesorado el brazo de mar que separa Ibiza de Formentera para seguir dando cabida a quienes lo traen a cambio de su ración soñada de paraíso homérico? (O babilónicamente decibélico y decadente, a gusto del soñador). Menudo dilema. No seré yo quien dé respuestas, pues no las tengo ni para mí.

Mi única certeza es que abril ha tomado ya tierra y rueda en la pista del aeropuerto. A punto está de estrenarse un año más la temporada (y que no falte, pues es la leña que alimenta este monumental horno de sol que es Ibiza). Todos a sus puestos.

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