Opinión | A pie de isla

Caminante, en Ibiza sí hay camino

El pasado domingo 17 de marzo se celebró en toda España el IV Día de las Vías Pecuarias y Caminos Públicos, jornada reivindicativa coordinada por varias organizaciones deportivas y ecologistas.

En Ibiza, ese día consistió en una ruta senderista de unos diez kilómetros que atravesaba por la zona de Sant Llorenç diversas áreas rurales y montañosas de gran calado paisajístico, muy representativo del patrimonio natural de la isla.

Andar por caminos y sendas de cualquier geografía en general figura entre las actividades al aire libre más recomendables para nuestra salud, tanto física como mental. En principio, lo ideal es desplazarse lejos de las poblaciones. Pero si no se dispone de tiempo también vale la pena tomarle el pulso a las calles de nuestras urbes con nuestros pies. No importa demasiado caminar por el asfalto; a toda hora nos acompañará un luminoso cielo sobre sobre nuestras cabezas libre de aquel.

Ir de barrio en barrio a ritmo de zancada, proclamando el triunfo de las piernas sobre las ruedas. ¿Por qué no? Todo un acto de rebeldía peatonal. Cada uno de nosotros lleva dentro un pedestrian’s king queriendo salir. Da la impresión de que ahora en las ciudades la única alternativa ecológica al automóvil es desfilar en bici o en patinete. Sí; patinetes. Como aquellos que nos regalaban en la Primera Comunión, el terror de los pasillos de nuestras casas y ahora de las aceras. Patinetes… Se escoge antes cualquier artilugio con batería de litio que cumplir con el primer mandamiento de las Tablas de la Ley de nuestro propio cuerpo: ejercer de bípedos y ponerse a caminar, que es lo que verdaderamente tocaría hacer en muchas más ocasiones. Llevamos demasiadas veces plegadas las alas de nuestros pies. Primero un paso y luego otro. ¡Y a volar! ¿Ves qué fácil? Ahí es donde hay que dar el callo si juegas a predicador de metafísicas sostenibilidades de postín.

Qué pena, con la de tiempo que le ha costado a la evolución reescribir sobre la marcha la anatomía de nuestro esqueleto para lograrnos bajar al fin del limbo de las alturas leñosas de las copas. Desandar el árbol palmo a palmo hasta observar el mundo a cota de mata antes de ponernos definitivamente en pie como maniquíes de dios desnudos y temblorosos, listos para ser vestidos de relatos primero e investidos de historia después.

Además de las ventajas físicas y mentales, caminar en plena campiña o naturaleza también nos reporta beneficios espirituales de gran altura. A ojo de buen cubero calculo que equivale al menos a una misa gregoriana. O a un rezo en la mezquita Azul, si se prefiere. A lo que ya no me atrevo es a compararlo a una sesión en el parque de la esquina con el yogui ayurvédico de moda en el barrio; pongamos que un tal Manolo que se hace llamar Guru Singh (león), un joven morenazo de casi dos metros de llama mística y de larga cabellera a quien se rifan sus discípulas.

Ah, se me olvidaba que caminar también incide lo suyo en nuestra salud económica, puesto que desplazarse a pie aún sigue siendo gratis. Aunque andémonos con ojo que llegará el día de la ciencia ficción en ciernes en que a un Gobierno determinado, aún más ávido de control, le dé por cobrarnos también impuestos por el simple hecho de caminar más allá de lo previsto en un ciudadano autómata. Hasta entonces, caminemos hasta reventar de placer −ojo con las ampollas y los juanetes−, como si fuéramos espantapájaros que, de pronto, nos librásemos del cepo de nuestro amo para echarnos al camino y estrenar piernas lo mismo que un pajarraco alas cuando revienta su nido a picotazos de machito.

Además de lo expuesto, caminar en Ibiza añade ventajas adicionales de peso. Yendo a pie conseguimos que el interior de la isla, tan breve como una laguna rodeada de tierra, cunda tanto más cuanto más hambre de camino tengan los resortes musculosos que nos tiran de las piernas. Nuestros pies multiplican la tierra, la expanden hacia todas partes. Consiguen, por ejemplo, que el llano del Pla de Corona sea un continente y que la sierra de Sant Joan, una cordillera. Los pies −su velocidad caminando− son todo un conversor de distancias; las trasladan de la escala del automóvil a la escala humana, por lo cual las superficies y longitudes de un territorio, por pequeño que resulte, parecen crecer habida cuenta del mucho tiempo requerido para atravesarlo del modo pedestre. No es sino el milagro de andar, muy superior a aquel del pan y los peces.

Cuento con una anécdota muy ilustrativa al respecto. Tenía yo un amigo del interior de la Península que se vino a Ibiza a trabajar. El hecho de trasladarse a una isla, y además de tan modesto tamaño como es esta, le produjo una creciente claustrofobia. Verse rodeado de mar, con poca tierra de por medio, dependiendo siempre de los horarios de los aviones y los barcos para poder escapar… Al final, acudió a un psicólogo cuya receta resultó bien sencilla. Le dijo: «Mire, olvídese del coche y camine sin parar por el interior. Se le pasará la neura, lo prometo. Acabará comprobando en qué isla tan gigantesca vivimos; no se la acabará».

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