Opinión | A pie de isla

Olivos

De mi juventud recuerdo con nostalgia tres ideas que coincidían en diversos rincones de la España peninsular. Podían ser más o menos acordes con la realidad, depende. Pero lo que sí comprobaba yo es que solían repetirse aquí y allá como una entrañable letanía. Me explico:

Si yendo de ruta caminera con mi mochila me topaba en los confines rurales con un puente antiguo de piedra y preguntaba sobre su origen, los lugareños acostumbraban a repetirme lo mismo. Tanto los oriundos del pueblo como el farmacéutico y el cura me aseveraban con gesto admirativo que tan vetusta construcción se remontaba, incuestionablemente, a época romana. Era un mantra bien aprendido por estos peritos rusticanos de la datación de monumentos locales. Los romanos de entonces, ya se sabe, qué gente tan ingeniosamente ingenieril para todo lo relativo a la arquitectura práctica. Si aquellos olfateaban mi escepticismo, de milagro entonces no me sacaban casi un visado de obra romano con el sello del mismísimo emperador.

Ni por asomo les cabían en la cabeza otros horizontes cronológicos. Acaso pensaban que en la Edad Media y la Moderna los puentes se levantaban ya a ‘la Calatrava’ (de hormigón y acero, al modo diseñado por el famoso ingeniero Santiago Calatrava), como si en aquellos tiempos la canteras se hubiesen agotado. Otra cosa no sé, pero en España hemos ido siempre bien servidos de piedra. Per cápita salimos al equivalente a varios Escoriales.

Y, si además de un puente supuestamente romano, había un castillo en la colina proyectando su sombra sobre las casas del pueblo, te contaban entonces la leyenda de un tesoro moro enterrado en él. No fallaba nunca este relato, siempre había algún espontáneo narrándotelo en el bar entre vapores de orujo.

Pero si estas localidades en cuestión se ubicaban además en la vertiente mediterránea, hallabas el plus añadido de que el olivo más viejo de los alrededores era, a decir de los lugareños, el más milenario y grande de las Españas arbóreas. Tampoco fallaba esto. Y para convencerte te arrastraban ilusionados a lomos de sus bastones a visitarlo, invitándote a que intentaras abrazarlo para que vieras cuán cortos tus brazos en mitad de semejante mole de madera.

En Ibiza, como es de sobra sabido, no hay en sus pueblos ni rastro de puente romano ni de castillo, con o sin tesoro. En cambio, de olivos monumentales la isla puede presumir lo suyo. Y sí, son milenarios. Al menos la mayoría. El que no me crea, lo llevaré a lomos de mi bastón también. Lo del abrazo es opcional.

Que sepamos, cuenta la isla con el olivo que lleva por nombre Na Cans, (en la finca Can Benet, Sant Josep), llamado así porque en su interior medio hueco se han criado innumerables camadas de perros de caza. Otros olivos excepcionales son el de Can Curreu (Sant Carles); el llamado Na Bassona en el Pla de Corona; y, por último, s’Olivera de n’Espanya (Sant Carles). La mayoría gozan de protección, al menos los incluidos en ‘El Catálogo de árboles singulares de Baleares’, un listado creado en 1991 con el fin de preservar aquellos árboles con valor patrimonial.

Lo que sí es seguro es que s’Olivera de n’Espanya es el más grande de la nación, con una altura de doce metros y un perímetro de quince en la base del tronco, aunque en edad le aventajan el olivo de Ulldecona (Tarragona) con 1.700 años y el de Traiguera (Castellón).

Si bien en los últimos años han surgido en la isla algunas pequeñas fincas orientadas a la producción y comercialización de aceite de oliva, tal como expresó certeramente Miguel Ángel González en uno de sus artículos en este periódico, «lo cierto es que en Ibiza no tenemos olivares. Tenemos olivos». Los justos para el consumo familiar, no más. Pero qué ejemplares muchos de ellos. Nada que ver con el anonimato de esos olivos reducidos a unidades productivas en las filas interminables y milimétricas del olivar comercial andaluz, por ejemplo, sino con personalidad propia, añadiendo su impronta individual al paisaje rural.

A muchos de los olivos ibicencos monumentales sus propietarios nos les prestan los cuidados propios de la olivicultura, como son la poda de las ramas secas y la labranza de la tierra. Los payeses los dejan a su aire sabiéndolos fuertes e invencibles al tiempo, como si conocieran esos versos de Virgilio que dicen que el olivo «no exige trabajo alguno, y que una vez que prende y hace frente a los vientos, nada espera ni del podón ni de la fuerte laya».

Este abandono no es nuevo, también se produjo en el pasado, al menos en el siglo XIX. El archiduque Luis Salvador de Austria ya dejó escrito en 1868 que los ibicencos se limitaban a conservar los ejemplares de olivos existentes, algunos de ellos viejísimos, creciendo «a su aire en la isla, huérfanos de poda y de clareo».

Hoy día el olivo ibicenco envejece igual, en paz, asilvestrándose, retornando a los orígenes de cuando los de su especie eran simples acebuches (‘ullastres’ para los ibicencos). Su tronco, agrietándose y retorciéndose en espirales de silencio pétreo, ahuecándose cada vez más para dar acomodo a su alma, inmensa; y a alguna que otra camada de perros.