Opinión
Vivir para contarlo
Mi abuelo evitaba por todos los medios ir al médico. «Algo te encuentran, seguro», solía decir. Para él, no saber que estaba enfermo era sinónimo de que estaba sano, de modo que mientras no le dijeran que ‘tenía algo’, ese algo no existía, pues solo existe lo que se nombra, de ahí esa superstición de ‘no mentar la bicha’ que tienen los gitanos, y ese tabú de tanta gente a la hora de nombrar el cáncer, que siempre soslayan con el eufemismo «una penosa enfermedad», excepto en Andalucía, donde nuestra particular forma de hablar el español, buscando siempre la economía, nos lleva a usar el diminutivo en calidad de aumentativo absoluto: si cuando le preguntas a un andaluz por la salud de alguien no te dice que tiene «una penosa enfermedad», sino que «está malillo», y tú ya puedes ir encargando el funeral.
Me he acordado de mi abuelo y su manera de vivir después de leer en el informe Digital News Report 2022, elaborado por el Instituto Reuters y la Universidad de Oxford, que el treinta y cinco por ciento de los españoles evita ciertos tipos de noticias. El porcentaje ha subido ocho puntos en cinco años, lo que muestra una alarmante tendencia al alza. Entre los motivos que alegan para explicar su actitud señalan, sobre todo, que tienen un efecto negativo en su estado de ánimo. Fundamentalmente, es que no quieren saber nada del tema porque les da mal rollo. Siguiendo la técnica de mi abuelo, si no se enteran, no existe. Esto vale para la pandemia, la inflación, la guerra y por ahí todo seguido.
También cuenta el informe que hay una marcada tendencia entre los jóvenes a desdeñar los medios de comunicación tradicionales, usando las redes sociales para recibir información, TikTok e Instagram fundamentalmente. Entre quienes no quieren verlo y los que no lo ven, el periodismo tradicional, el que me enseñaron a hacer y con el que me he ganado «el pan que me alimenta y el lecho en donde yago», se muere, y me ha sido dada la maldición de verlo morir siendo, como es, una de las cosas que más he amado.
Alguna vez he escrito que siempre llego con retraso a mis pasiones, como quien aparece en una fiesta cuando los músicos están tocando la última canción y nada más quedan en las bandejas botellas vacías, vasos derribados y un par de torpes borrachos bailando entre los charcos. Que solo llegué puntual a mis combates y demasiado pronto a mis derrotas, a mis consecutivas catástrofes y a mis pesares. Que siempre tuve la aciaga sensación de que no estoy transitando mi tiempo, de que por un terrible error de cálculo, o por desdicha, llegué muy tarde a mi vida. Con el tiempo justo de contarlo y cerrar la puerta.
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