Opinión

Piedras

Acaso no haya en el mundo misterio mayor que un nombre. En el nombre radica la esencia de las cosas. Por eso la inmensidad del mar se contiene, absoluta, en la pequeña palabra ‘mar’. Pero siempre hay, más allá del nombre, un espacio profundo que no puede ser nombrado, que solo puede ser sentido, porque alude a la emoción.

Hace como medio siglo, Gary Dahl, un astuto publicista californiano, escuchó en un bar cómo unos amigos se quejaban de lo molesto que les resultaba cuidar de sus mascotas. Al tipo se le ocurrió la broma de decir que la suya no le daba ningún trabajo porque, sencillamente, era una piedra. La ocurrencia cuajó de tal modo que en los siguientes meses montó una empresa, ‘Pet Rock’, y se calcula que vendió millón y medio de piedras al módico precio de 3.95 dólares (de los años 70 del siglo pasado, toda una fortuna, casi seis millones de dólares). Las presentaba en una cajita, con un mullido suelo de virutas de madera y un manual de instrucciones.

Ahora, en Corea del Sur, uno de los países donde existe un mayor estrés laboral, con semanas de 52 horas de trabajo, se ha puesto de moda que la gente adopte una piedra como mascota. Les ponen nombre y, cuando vuelven a casa, se sientan junto a ellas y les cuentan sus cuitas y pesares.

Vivimos tiempos difíciles. Acaso nunca hubo mayor soledad entre la gente que en esta era en la que, se supone, estamos todos interconectados. El individualismo nos lleva al alejamiento y este al desamparo. Hay mucha gente sola por todas partes, por eso sospecho que esta moda surcoreana de amigarse con una piedra no tardará en llegar a nuestra orilla, es solo cuestión de tiempo.

Lo que sucede es que cuando adoptas una piedra como mascota deja de ser una piedra. Hace ya mucho tiempo yo escribí sobre una que viene acompañándome hace décadas: «Tomo en mi mano la piedra./ Lleva años aquí,/ sobre la mesa en la que escribo./ Debe tener miles, millones de años./ Es sin duda más vieja que cualquiera/ de las cosas que me rodean./ Ha sobrevivido a Homero,/ a Virgilio,/ a Onetti,/ y me sobrevivirá a mí/ y a cualquier cosa que yo escriba./ Y sin embargo no es más que una piedra./ Algo invisible en cualquier playa,/ en cualquier camino».

Pero me equivocaba, es más que una piedra. Ya nos enseñó Gertrude Stein en su famosísimo aforismo que «Rosa es una rosa es una rosa es una rosa». Pero más allá de la rosa y su nombre, como más allá de la piedra, hay algo intangible, inefable, inabarcable, la emoción. Una emoción que comienza no en el nombre, sino en el posesivo que le anteponemos: ‘mi piedra’. Y entonces ya es otra cosa, precisamente porque es en ese momento cuando deja de ser una cosa y empieza a ser parte de ti.

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