Opinión | A pie de isla

El meteorito

No hacía ni diez minutos que había recogido en coche a mi amigo en el aeropuerto de Ibiza, cuando de repente, señalándome algo en la oscuridad de la noche, me gritó: «¡Para, para! ¡Un meteorito enorme! ¡Allí!».

Por fortuna, circulábamos por una carretera secundaria con escaso tráfico. Así que pude detener el vehículo de un frenazo unos metros más allá. Bajé, miré al cielo y no vi más estrellas fugaces que los destellos hipnóticos del típico avión de turno que nunca falla aquí, mires a la hora que mires. (En el cielo nocturno de Ibiza están la luna, las estrellas, la pardela balear y el famoso avión de turno que desciende para aterrizar, un clásico del género pitiuso. Hay quien sostiene que siempre es el mismo, una especie de aeronave fantasma que entra en un bucle luminoso condenado a repetirse).

«Siempre me pierdo las mejores estrellas fugaces», dije, resignado, después de rastrear el cielo en busca del meteorito avistado por mi acompañante. «¿Pero qué haces mirando arriba como un idiota?», objetó él. «¡Si es aquí abajo, merluzo! Te lo acabo de señalar detrás, en un cruce con un camino de tierra; ahí me ha parecido verlo. Me juego el cenorrio de esta noche a que es un meteorito. ¡De museo! Cómo brillaba, puro metal galáctico. Caído hace poco. De lo contrario, algún avispado lo habría cogido ya. ¡Date aire!».

Dicho esto, se apresuró emocionado al cruce. Me temí lo peor, pues sospeché de qué tipo de ‘meteorito’ se trataba. Quise avisarle, pero no tuve estómago. Estaba tan entusiasmado el pobre.

Mi amigo, que se había autoinvitado a pasar unos días conmigo (otro clásico, el típico visitante peninsular de turno en Ibiza que cuenta con un sufrido amigo con casa propia en la isla), era un entusiasta de la astronomía en general. Pero, muy particularmente, de los meteoritos. Qué digo entusiasta, ¡un obseso cósmico! De los meteoritos, los cometas y otros escombros siderales del montón. Vivía para ellos. Siempre que salíamos de excursión creía ver uno en cada piedra renegrida que se le cruzaba. Su casa era un altar de imágenes que los reproducían en todas las poses imaginables: de ‘figurines’ en los museos, cayendo a plomo desde las alturas o echando la ‘pota-magma’ en tierra, después de haberse dado el hostión.

«¿Pero qué burla es ésta?», dijo al tener por fin al aparente meteorito de sus sueños ante sus ojos, iluminado como una estrella de rock por nuestros móviles. Pocas veces le había visto tan desconcertado. El supuesto objeto interplanetario no era sino un gran pedrusco de lo más vulgar, nada del otro mundo. Más bien de los arrojados desde los picachos por los de don Pelayo a las morismas. Pero eso sí, un pedrusco engalanado de sábado noche, pintado de negro brillante como si fuera a una fiesta loca en Pachá. De ahí la confusión de mi amigo, que así nunca optará al Nobel de astronomía.

De nuevo en el coche, le expliqué que en Ibiza es frecuente ver en el borde de los caminos piedras grandes pintadas. Y que su función es señalizar la presencia de casas próximas a las que resulta difícil llegar a causa de los laberínticos caminos. Le relaté que es una moda surgida en la isla entre los residentes, especialmente los del norte de Europa, tan aficionados ellos a estas ocurrencias de tradición ‘gnomo-hippylondia’.

Mi amigo no dijo nada, estaba avergonzado. Todo eran excusas. «Yo no sabía esto. En fin… es la primera vez que vengo a Ibiza. Y de noche… », se lamentaba. Ya no volvimos a sacar el tema. Y, durante un tiempo de tregua, pareció olvidarse de los meteoritos. ¡Bienhalladas piedras coloreadas!

Recuerdo que cuando las empecé a ver al poco de venir a la isla, millones de estrellas fugaces atrás, las criticaba. A mi juicio, el mero hecho de que alguien le pusiera un pincel encima a una piedra equivalía a profanar su venerable e inmemorial existencia. Algo así como faltarle el respeto a un mayor. Cada piedra es un planeta en miniatura en busca de un dios que lo ponga en órbita, no que me lo cubran con pintura de brocha gorda. No me gusta que la geología quede reducida a la mascarada del cartón piedra de una mala película. Es una alteración innecesaria del paisaje, como esas torrecitas de piedras apiladas que se empeñan en levantar algunos en las costas baleares para hacerse la foto. ¿No es suficiente, pensaba yo, que las piedras hayan sido materia prima para la religión, la economía y la arquitectura? ¿También toca que aquí acaben de fitas disfrazadas de carnaval?, me preguntaba entonces.

Pero he de admitir que luego me fui acostumbrando. Y hasta me salvaron de quedarme sin cenar una noche. Ocurrió que un matrimonio inglés amigo mío me invitó por primera vez a su casa un invierno. Debía sortear innumerables cruces, pues se ubicaba en pleno campo. «Confía en la piedra azul, ella te guiará al final cuando te sientas ya perdido», me dijeron mesiánicamente. La busqué con ahínco en medio de la oscuridad, como en el medievo la piedra filosofal. A punto de rendirme y tocar el claxon cual Roland el cuerno en Roncesvalles, allí apareció tras una curva mi piedra salvadora alzándose sobre el polvo, refulgiendo con un azulón insoportable.

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