Opinión

En la orilla tóxica del ecosistema

Un ecosistema es una unidad compuesta de organismos interdependientes que comparten el mismo hábitat. Si elevamos este concepto a la economía insular para definir el ecosistema turístico, podemos describirlo como el conjunto de empresas, servicios e infraestructuras que conforman un destino y, al mismo tiempo, se alimentan de él. Un ecosistema turístico equilibrado se adapta al entorno, conviviendo con él y generando tanto un beneficio para sí mismo como para el conjunto de la sociedad. Si Ibiza fuera una utopía perfecta, no existiría conflictividad entre la actividad turística, que es imprescindible porque hasta el momento no hemos encontrado otro medio de vida, y los residentes que comparten el territorio con ella.

El turismo, desde su estallido en los sesenta, siempre ha generado conflictos, pero hubo un instante, situado entre los ochenta y noventa, en que alcanzamos la cúspide del equilibrio. La isla aún no estaba superpoblada, los residentes disfrutaban de los mejores índices de calidad de vida de España y la diferencia entre veranos e inviernos, aunque notable, no resultaba tan desmesurada como ahora. Con los años, hemos empeorado sustancialmente. Ibiza se ha encarecido hasta extremos inverosímiles y la riqueza, que antaño se redistribuía entre la población, ahora se concentra en manos de unos pocos y en buena parte acaba volando al extranjero, donde se redistribuye entre fondos de inversión o en la construcción de hoteles en países en vías de desarrollo, donde no existen trabas regulatorias ni urbanísticas.

Para que un ecosistema turístico funcione adecuadamente, todos los actores tienen que cumplir su papel: las agencias y compañías de transporte traer a los viajeros, los hoteles proporcionarles alojamiento y los restaurantes, comercios, discotecas y resto de la oferta complementaria generar un conjunto de actividades y vivencias que enriquezcan la experiencia del viaje. El sector primario, por su parte, debe suministrar las materias primas y los productos necesarios para que los engranajes de la industria turística sigan girando.

Las dificultades surgen por el progresivo sobredimensionamiento de un destino, pero también en el instante en que algunos de los actores involucrados incumplen su papel y deciden asumir el de otros, distorsionando el conjunto y provocando el temido desequilibrio. Estas empresas juegan en contra de los intereses generales de la isla y esta semana hemos conocido dos nuevos ejemplos. El primero, la inminente apertura de un gran complejo hotelero ‘todo incluido’ en Sant Antoni, orientado específicamente al segmento del lujo.

En Ibiza sabemos perfectamente los efectos terribles que implica la proliferación de hoteles ‘todo incluido’: atraen a miles de clientes que permanecen encastillados en su interior, dejando de acudir a los restaurantes, chiringuitos, tiendas, mercadillos, bares y discotecas. En definitiva, empobrecen drásticamente a la oferta complementaria. No existe concepto más egoísta y nocivo para un ecosistema turístico maduro que el ‘todo incluido’. Quien lo ejerce se nutre de las ventajas que implica formar parte de él, pero no proporciona nada a cambio; ni tan siquiera puestos de trabajo locales, pues éstos se cubren en su mayoría con personal que llega de fuera.

Una instalación hotelera tiene un impacto extraordinario en el paisaje y su actividad genera toda clase de inconvenientes medioambientales, sociales, etcétera. Lo mínimo exigible es que también constituya una fuente de riqueza para el entorno donde se sitúa, compartiendo sus clientes con la oferta complementaria, que vive exclusivamente de ellos y contribuye enormemente, tanto o incluso más que los propios hoteles, a que Ibiza sea un destino atractivo.

El segundo ejemplo ha sido la manera abrupta en que ha reabierto una discoteca en el Parque Natural de ses Salines. En primer término, se ha saltado a la torera las obligaciones sanitarias, especialmente el uso de la mascarilla en las zonas de baile, algo que supuestamente se iba a cumplir a rajatabla, según el compromiso adquirido por la patronal del ocio. Pero, además, ha ignorado los límites establecidos por la ordenanza de ruidos, provocando el insomnio de docenas de vecinos de Sant Jordi, quienes, pese a ser lunes, no pudieron descansar, al igual que sus hijos. No existe ejemplo más funesto para un ecosistema que el de quien se salta las normas de convivencia, priorizando su beneficio económico por encima de las más elementales normas de convivencia. Con el agravante, además, de que muchos de los turistas que atrajo cogieron un avión justo antes del evento y regresaron a sus hogares en cuanto terminó la fiesta. Por tanto, aportó a la isla lo mismo que un ‘todo incluido’: nada, salvo molestias.

En esta orilla tóxica de nuestro ecosistema turístico proliferan cada vez más negocios que lastran al conjunto de la sociedad ibicenca. Las leyes y ordenanzas están para corregir dichos desequilibrios y deberían aplicarse y modificarse para adaptarlas a los cambios que se van produciendo y que atentan contra los intereses generales. Lo que ocurre en esta isla es, sencillamente, asombroso.

@xescuprats

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