Opinión | Tribuna

El tercer mundo

En el llamado tercer mundo la distancia entre la clase alta y las populares es insalvable. Gran parte de la población vive hacinada en guetos chabolistas donde conviven trabajadores, buscavidas y delincuentes, que trapichean sin miedo con lo prohibido porque la policía escasea y destina la mayor parte de sus recursos a proteger la seguridad de los barrios privilegiados.

Las favelas, que se arraciman en las riberas de los ríos y en las colinas, no disponen de infraestructuras tan básicas como una red de alcantarillado o de agua corriente, servicio de recogida de basuras, parques para que los niños jueguen o asistencia sanitaria –salvo la que proporcionan las entidades benéficas–. Tras décadas de convivencia y hacinamiento, la suciedad, los plásticos y el hedor de las letrinas impregnan el paisaje y las calles, saturan el aire que se respira y generan un aluvión de enfermedades. Algunos poblados, de hecho, transmiten la sensación de haberse construido sobre la superficie de un vertedero.

Los habitantes de las chabolas que no están parados acuden a su puesto de trabajo con el uniforme impoluto y recién planchado para conservarlo. Por las noches, regresan a casa agotados y carcomidos por la tristeza, viendo que tantas horas de lucha y esfuerzo sólo dan para alimentar a sus hijos con lo básico, pero no para procurarles una vida decente, en un barrio sin miedo, sin miseria y sin quebrantos.

Aquellos que viven en el tercer mundo también se pasan la vida haciendo colas. El tiempo se les escurre como arena entre los dedos mientras aguardan su turno para rellenar las garrafas en la fuente, visar un documento imprescindible para obtener un contrato de trabajo, pasar la revisión del coche aquel que lo tiene o renovar la cédula de identidad. Lo que en una ciudad del primer mundo requiere minutos a ellos les supone semanas y a veces incluso meses.

En el conocido como tercer mundo el concepto de lo público es mucho más difuso. Las multinacionales gobiernan los puertos, los aeropuertos, las carreteras, el suelo urbano y los recursos naturales, beneficiándose unos pocos de lo que, en el primer mundo, pertenece a la colectividad. El territorio está compartimentado en función de las clases sociales y existen todo tipo de filtros para evitar que éstas se mezclen.

Allá donde hay costa y turismo, se destinan las mejores playas a construir hoteles y un servicio de seguridad impide el paso, incluso para darse un simple baño, a todo aquel que no es un huésped. También las orillas pertenecen en la práctica a las multinacionales.

En el tercer mundo sólo impera la ley de la oferta y la demanda. La población no recibe ayudas públicas que cubran sus necesidades, por ejemplo, cuando se quedan en paro. Este estado de inseguridad monetaria permanente fomenta una economía sumergida que evoluciona en paralelo a la oficial y que alimenta a toda suerte de clanes mafiosos que operan con multiplicidad de productos, bienes y servicios, desde calmantes a drogas recreativas, pasando por prostitución, transporte, suelo o vivienda. Cada barrio y cada territorio tiene sus propias reglas no escritas e idiosincrasia. Pero existe algo que une a todos los que se hacinan en ellos: su vida transcurre rumiando cómo pueden salir de allí.

Por suerte, en Ibiza nos hemos sentido muy lejos del tercer mundo desde que la industria turística trajo riqueza y prosperidad a una tierra antaño mísera y plagada de carencias. Sin embargo, cuántos ramalazos de pobreza comienzan a propagarse por la isla, coincidiendo con los años de mayores ingresos en el sector turístico.

En la isla encontramos poblados de caravanas que se multiplican por los arrabales, sin agua corriente ni alcantarillado; gente con trabajo que emigra de aquí porque aquí los ingresos no cubren los gastos familiares más elementales; servicios públicos saturados por falta de personal, que convierten trámites elementales en una odisea; puertos, aeropuertos y playas en manos de instituciones públicas que los trocean y reparten a grandes empresas y multinacionales que los privatizan de facto; grandes compañías que logran concesiones, licencias y permisos que jamás obtendrían los pequeños empresarios locales; torrentes de heces que contaminan bahías y marinas deportivas por unas infraestructuras paupérrimas; entidades públicas sin alma que desalojan a sociedades culturales centenarias sin concederles siquiera una prórroga para la correcta retirada de sus bártulos; mafias que controlan el transporte, las drogas, la prostitución y el alquiler de viviendas; una clase media que mengua, acrecentándose cada vez más la diferencia entre ricos y pobres…

En Ibiza seguimos sin entender del todo cómo hemos llegado a esta situación, pero ya son demasiados los síntomas y las derivas para que se enciendan las alarmas y algo cambie de verdad, de forma sustancial, más allá de colocar parches que no contienen la hemorragia. Qué triste ver de dónde venimos y hacia dónde vamos.

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