Santi Pérez no sabe qué melodías saldrán del piano que, poco antes de las doce del mediodía, están afinando. María Vila desconoce los caminos que seguirá su caligrafía. Jesús de Miguel tampoco tiene ni idea de los trazos que saldrán de sus pinceles. Faltan unos minutos para que comience el último acto del festival de poesía Lluna de Juny y prácticamente todo es una incógnita. Ni sus protagonistas lo saben. Lo único cierto es que hay una lona de diez metros de largo estirada en el paseo de Vara de Rey, sujeta en sus extremos por cuatro piedras. Y que cuando Pérez se siente al piano y el aire y el sol inspiren el golpeteo de sus dedos contra las teclas Vila y De Miguel pondrán a bailar sus pinceles.
La calígrafa lo tiene todo muy preparado. Se ha quitado sus Martens, colocadas al inicio de su extremo del lienzo, y saca un papel en el que ha anotado algunas frases y palabras que quién sabe si acabarán cobrando vida en tinta. El cuerpo le pide algo de caligrafía oriental, en la que lleva un tiempo trabajando, pero... Será la música la que decida. De Miguel guarda en el rincón de la otra punta de la lona blanca sus básicos: pintura roja, amarilla y azul. Con ellas tres, todo el posible, afirma. Carles Fabregat, codirector del festival, ya tiene pensado guardar la lona, que formará parte de los fondos de Lluna de Juny.
Empieza la música. El pintor se descalza. La calígrafa se pierde y se encuentra en sus letras. El artista pasea sus pies pintados de rojo por el borde del lienzo. La escribiente se concentra en las palabras y la tinta. El músico toca. Sigue tocando. Y los colores con los que todo es posible de De Miguel se abrazan con los trazos cargados de significado de Vila. Él se arrodilla frente a la tela. Ella avanza, despacito, línea a línea, sobre el cuadro. El músico sigue liberando melodías que hasta ese momento no existían. Los pinceles siguen bailando.