Y Bach se refugió en es Soto de Ibiza

Miquel Àngel Aguiló ofrece un concierto «experimento» de chelo para medio centenar de personas en uno de los túneles de Dalt Vila

Marta Torres Molina

Marta Torres Molina

La brisa acaricia la espalda. Viene de arriba. Y juega. Despierta escalofríos en hombros desnudos. Alivia nucas sudadas. Hace bailar melenas. Se cuela entre las cuatro cuerdas del chelo con el que Miquel Àngel Aguiló desgrana la ‘Sonata nº3 en Do Mayor’ de Bach en la penumbra des Soto. Los móviles, sin cobertura, duermen tranquilos mientras la carne de más de medio centenar de melómanos devora la reverberación. El eco. Bach, que tantas veces se despliega, inmenso, en catedrales se refugia esta mañana de domingo en el rincón más oscuro de Dalt Vila.

«Mi suegro me dijo que se refugió aquí», comenta el músico minutos antes de que comience el concierto. Una idea que surgió hace tiempo, aún en invierno. Con el propio Aguiló comprobando la acústica del espacio. Como un niño que, gritando y aplaudiendo, juega al escondite con el eco. «Uno de mis lugares preferidos de la isla es el mirador de aquí al lado, paso muchas veces por este túnel. Como músico soy un poco obseso de los sonidos, me fijaba en cómo sonaban esos gritos y palmas en diferentes alturas del refugio», comenta. Y empezó a darle vueltas a la posibilidad de un pequeño concierto, «con un único instrumento». Primero pensó en la flauta, pero optó por el chelo. «Y no hay muchas obras para chelo solo», indica. «Las cinco suites para violonchelo de Bach están muy bien escritas, son complejas, tienen una gran identidad, son virtuosas», comenta el músico, que con la idea en la cabeza se plantó, un día, con su chelo y una silla, en el Soto. «¡Guau!», exclamó tras los primeros compases. Y eso que no había gente —cuerpos, carne— que amortiguara el vacío.

Cuerpo a cuerpo, cojín a cojín...

Le propuso la «locura», el «experimento», al concejal de Cultura, Pep Tur, que no se lo pensó. Su cojín, mullido, blanco y negro, es uno de los primeros en ocupar su sitio en el Soto, donde aguarda ya la silla de Aguiló, que a primera hora de la mañana ya estaba allí dándole al arco. Igual que el viernes por la tarde, cuando pasó un par de horas probándolo todo. Preguntándoles a los paseantes si se escuchaba bien. Abajo. A medio recorrido. Un poco más arriba. Arriba del todo. Junto a la curva. También comprobando que todo, hasta una respiración un poco más fuerte de lo normal, se escuchan en el túnel como con un altavoz. «Fue divertidísimo», recuerda Aguiló, que minutos antes del recital (bautizado como ‘Bach, sempre un refugi’) coge fuerzas con un plátano y algo de chocolate. Cuando quiso darse cuenta, le habían dejado monedas en la funda del violonchelo. Unas monedas que le servirán para pagar parte de la multa que le pusieron por aparcar en Dalt Vila. «Iba con la silla, el atril, el chelo... No vi los carteles de la zona Acire», justifica el músico, contento porque, a pesar de que aún son pocas las personas sentadas sobre los cojines traídos de casa, ya nota su efecto.

Concierto «experimento» de chelo en uno de los túneles de Ibiza

Marta Torres Molina

Melómano a melómano, cuerpo a cuerpo, cojín a cojín... un poco menos frío, un poco menos metálico... Cuando Aguiló se sienta en la silla, con el sol a su espalda y la rampa llena de gente, cuando cierra los ojos (las partituras desterradas, fiándose de su memoria) y echa a volar el arco sobre las cuerdas, Bach suena redondo, cálido. Calentito, incluso. El tiempo vuela. las notas vuelan. La brisa vuela. La sonata vuela. Los aplausos vuelan. El bis (preludio de la ‘suite nº1) también alza el vuelo. Y de nuevo los aplausos. Y los «¡bravo!» y los silbidos, que también vuelan.

Suscríbete para seguir leyendo