Suplemento Abril

El ‘Napoleón’ de Emil Ludwig

«Necesitamos un código europeo, un tribunal de casación europeo, los mismos pesos y medidas, una misma moneda y las mismas leyes; es menester que yo haga de todos los pueblos de Europa un solo pueblo». Napoleón, en carta que escribe en 1806 a Joseph Fouché.

Uno de los retratos  ecuestres de Napoleón  de Jacques-Louis David,  que se exhibe en el Museo  de Historia de Francia,  en Versalles.

Uno de los retratos ecuestres de Napoleón de Jacques-Louis David, que se exhibe en el Museo de Historia de Francia, en Versalles.

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Si Napoleón no consiguió crear unos Estados Unidos de Europa fue por sus pleitos con Inglaterra, su falsa alianza con Austria y su incapacidad para lograr la amistad del Zar. Me pregunto cómo sería hoy Europa si el visionario y volcánico Napoleón hubiera conseguido su sueño. La frase del Emperador a Fouché, en la que habla de hacer de Europa un solo pueblo viene en ‘Napoleón’, el fascinante ensayo biográfico que Emil Ludwig le dedica, un trabajo que casi nadie conoce. 

    De los muchos autores que el siglo pasado se dedicaron a las biografías, sólo Stefan Zweig sigue en los escaparates de las librerías. El olvido de Ludwig es flagrante porque es el más prolífico de todos ellos y de talla no menor a Zweig. Periodista, autor de novelas y obras teatrales, Ludwig nos habla en sus biografías noveladas de Cleopatra, Schliemann (el descubridor de Troya), Beethoven, Wagner, Cromwell, Lincoln, Bismarck, Miguel Ángel, Rembrandt, Goethe, Shakespeare, Mussolini, Freud, Bolívar, Rooselvelt, Hitler, Stalin y Napoleón. A Stalin y a Mussolini llegó a entrevistarlos. En estas notas hablamos de la que me parece su mejor obra, ‘Napoleón’, una epopeya fascinante que ofrece la precisión del historiador y el arte de un verdadero poeta. Pero no sólo está olvidado Ludwig. 

    Tampoco Napoleón despierta interés en el ciudadano de a pie, en el lector medio, siendo que su peso en la historia contemporánea de Occidente ha sido y es determinante. Pocos saben que su legado, más que en su genio militar, está en su actividad política y administrativa, en sus idea como legislador y creador de Estados, en su visión de la monarquía, las revoluciones, el orden social y una Europa que ya ve como proyecto. Con Ludwig descubrimos que a Napoleón le debemos el Código Civil, la reforma de la enseñanza, el estímulo de la investigación científica y la laicidad del Estado. 

    A Napoleón, que es un parvenu, un donnadie en una Córcega dominada por Francia, le molesta el régimen monárquico y que el poder pase de padres a hijos, sean listos o tontos. Sin embargo, también a él le ciega el poder y hace lo que critica, crear una dinastía gobernante de alcance continental, razón de su obsesión por tener un heredero. Ludwig profundiza en todo ello y en la personalidad de Napoleón, del que conocemos su arrogancia, sus contradicciones, su melancolía, sus accesos de ira, sus emociones, su astucia con el enemigo, su camaradería con sus amigos y su relación con las mujeres. Todo ello es más importante que la batalla de Marengo o las cláusulas de paz de Lunéville. 

    Ludwig analiza al personaje y al hombre que fue Napoleón de forma exhaustiva y a tal punto atractiva que leemos su obra como una novela que no da respiro y nos llega en rabioso presente. Más que una descripción de hechos históricos, lo que tenemos es la mirada de Napoleón sobre los mismos. En la obra de Ludwig, es Napoleón el que piensa, decide y habla, incluso cuando se equivoca, se contradice o miente; conocemos su ambición, sus actos y omisiones, sus sufrimientos, sus fantasmas, sus cálculos y fantasías. 

   El resultado es formidable porque de su increíble aventura sabemos lo que no nos explican los libros de Historia. Todo ello es posible porque Ludwig maneja una exhaustiva documentación de primera mano: ‘Ouvres de Napoléon’ editadas por Martel Tancrède, ‘Correspondance Générale de Napoléon’ (32 volúmenes), ‘Lettres à Josephine’, ‘Mémoires écrits à Sainte-Helène sous la dictée de Napoléon par les généraux qui ont partagé sa captivité’ (5 volúmenes), además de Memorias, Diarios y Cartas de personajes de la época, caso de Abrantès, Andigné, Argout, Arnauld, Avrillon, Barante, Bausst, Beugnot y un larguísmo etcétera que no viene al caso citar, pero que proporciona a Ludwig una documentación inédita y torrencial. No puede extrañarnos que Goethe dijera que la obra de Ludwig es de «un realismo aterrador» Y un dato curioso, siendo una obra perseguida por el régimen nazi -Goebbels menciona a Ludwig en su diario como escritor peligroso-, fue para Hitler un autor de cabecera. No conviene olvidar que Ludwig era judío y tuvo que refugiarse en Suiza y después en EEUU. (Por cierto, descubro en La Vanguardia que en 1933 dio una celebrada conferencia en Barcelona).             

Hace ya muchos años, un buen amigo que ya no está con nosotros y al que dedico estas rayas, me consiguió, de segunda mano, el ‘Napoleón’ de Ludwig en su primera edición española -Editorial Juventud (1929)-, todo un acontecimiento porque habían pasado sólo cinco años desde su publicación, el verano de 1924 en Moscia (Suiza). El libro está algo ajado, a pesar de que su anterior propietario encuadernó los tres libros que en origen tuvo la biografía, ‘La isla’, ‘El torrente’ y ‘El río’, en un único tomo con cubiertas de pasta dura, títulos dorados y un P.A. en el lomo que no he conseguido identificar. Viene con 16 láminas ilustradas, sus páginas huelen a viejo y tienen ese color acartonado y sepia que en el papel provoca el tiempo. Guardo el libro como un pequeño tesoro. Acabo de releerlo y comparto aquí su final: «Sobre la mesa de su gabinete, a la luz cruda del mediodía, abierto en cruz, yace el cuerpo desnudo de Napoleón. Cinco médicos llevan a cabo la autopsia. Una parte de su estómago está destruida. El clima de Santa Elena ha agravado su enfermedad gástrica y ha causado su muerte prematura. Después, ante su cuerpo embalsamado, recubierto con la capa bordada en oro de Marengo, toda la guarnición de la isla desfila por propia iniciativa. Su fosa queda en un valle cerrado, junto a una fuente que sombrean dos sauces. Seis losas procedentes de una plataforma de artillería cierran la sepultura. Una séptima losa debía servir de estela, pero no la tienen y se reemplaza con azulejos de cocina sin ninguna inscripción. La casa que ha sido su prisión en la isla la compra un colono que la transforma en molino y las dos habitaciones en las que ha vivido seis años vuelven a su antigua función de establo y pocilga. El único honor que se le rinde es colocar un centinela junto a su tumba que montará guardia durante diecinueve años, hasta el traslado, en 1840, de sus restos a París»..

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