La antinovela de Azorín

La antinovela es un tipo de novela vanguardista que se aparta de los elementos considerados tradicionales del género, argumento, diálogos y singularización de los personajes, estableciendo sus propias convenciones

Azorín

Azorín / Dibujo: Gamonal

Carmen Riera recuerda en La Vanguardia (4/VI/2023) que en estos días se cumplen 150 años del nacimiento de José Martínez Ruiz (1873-1967), nuestro Azorín escolar. La autora mallorquina lamenta que hayamos olvidado a un escritor magnífico «al cual la llengua deu molt; abans d’ell, sovint la prosa s’escampava, amb fressa de xavalla, en construccions subordinades i més subordinades; ell, amb la seva sintaxi destravada i frase curta, -substantiu, verb i predicat-, la va modernitzar; no sols va portar contenció a la prosa de final del segle XIX, sinó l’amor pels clássics de la literatura nacional». El problema que tenemos hoy es que ‘clásico’ es sinónimo de aburrido. Se prefiere el thriller, el folletón de intrigas, persecuciones, crímenes y sangre. Es lo que editan las editoriales, mientras la buena literatura duerme en las bibliotecas. Busque usted un libro de Azorín –autor de más de cien títulos- y verá la cara de póker del librero que, si tiene suerte, le mostrará uno o dos. Nos pierde la desmemoria. 

La singular escritura de Azorín interesa, entre otras cosas, porque deja atrás el realismo y el naturalismo de Galdós, la Bazán y Clarín, abriéndonos las puertas a la autoficción y a la metanovela lírica y digresiva; algo que no se entendió y le creó enemigos, desafectos que, más atentos al personaje que a su escritura, le criticaron que pasara del anarquismo republicano y federalista, -cuando publica en El Pueblo junto Blasco Ibáñez y en El Progreso junto al ácrata Lerroux-, al caballero conservador de su madurez que leemos en El Imparcial y ABC, con las huestes de Maura y de La Cierva. La República (1931) le sorprende en Madrid y huye a París, para acabar en abúlica inhibición ideológica y pactos de conveniencia.

Tanto da. A nosotros nos importa su literatura. Veamos, primero, lo que sus detractores argumentan. Le critican falta de espontaneidad, derivar en pseudoproblemas literariamente infecundos, un exceso esteticista que ahoga al novelista, que se quede en describir ideas y ambientes sin acción ni argumento, flashes fotográficos y escenas detenidas como meras estampas. Se le critica fragmentación, falta de hilatura y, en fin, incapacidad para hilvanar una historia.

Azorín sabía que no se entendería el aire rompedor de sus relatos a los que significativamente llama ‘etopeyas’. Hoy sabemos que sus críticos marran. En primer lugar, porque el argumento que le reclaman no justifica una novela. Una buena historia puede ser una mala novela y un hecho insignificante puede dar en buenas manos un extraordinario relato. La escritura tiene muchas formas, de manera que si el Ulises homérico es una obra mayúscula, también lo es el ‘Ulises’ joyciano. En pintura son grandes Velázquez y Mondrian, pero también Vermeer y Picasso. Sucede que Azorín es transgresor y adelanta subgéneros novelísticos que son ya del modernismo y del posmodernismo. Técnicas narrativas que vemos en generaciones posteriores ya las utiliza Azorín en ‘Las confesiones de un pequeño filósofo’, relato simbolista, poético y de connotaciones filosóficas, –comprensión de la vida, paso del tiempo y la muerte-, que cierra su primer ciclo novelístico. Es cierto que Azorín no abunda en diálogos, pero ¿hay algo más convencional y falso que los diálogos en la novela moderna? Algo, por cierto, que se arrastra desde Cervantes a Galdós. ‘La Gitanilla’ de Cervantes, analfabeta, diserta con elocuencia de temas sesudos y complejos. Lo cierto es que Azorín escribe como hablamos, con incoherencias, pausas, párrafos breves e incorrectos, y con pensamientos cruzados. La vida, reconozcámoslo, está lejos de la hilatura convencional de la novela tradicional. La vida es multiforme, fragmentaria, ondulante y contradictoria, en absoluto simétrica y ordenada. Azorín contribuye a la eclosión de la novela modernista de la que también participa Valle Inclán en ‘Sonata de otoño’ y ‘Flor de santidad’, donde la prosa simbolista es, como la de Azorín, prosa poética. 

Fragmentación justificada

En cuanto a la fragmentación que se le recrimina, está justificada. Retazos en apariencia inconexos poseen, cada uno de ellos, un significado que deviene nexo y da coherencia al relato. Azorín, por ejemplo, emplea asiduamente ‘la noche’, ‘la mujer’ y otros motivos que al repetirse dan hilatura al relato. Y toda una serie de recuerdos establecen entre sí una relación de dependencia narrativa que confiere coherencia a la novela. No se trata, por tanto, de una amalgama inconexa de escenas o motivos como sus detractores argumentan, sino de una construcción narrativa donde las ideas tienen concatenación y se refuerzan, donde las digresiones tienen enlaces y, al juntarse, cobran sentido y coherencia. Se trata, eso sí, de una creación híbrida, en la que tenemos ensayo, fabulación, confidencias, evocaciones, elucubraciones metadiscursivas, pasajes poéticos, escolios bíblicos, meditaciones, exégesis, autobiografía…, todo mezclado en una aleación textual inextricable. 

Y la forma, que siempre domina sobre el contenido, es una gozada. Para muestra, un botón: «Son los últimos días del otoño; ha caído la tarde en un crepúsculo gris y frío. La fragua que había paredaña, ya no repiquetea; al pasar ya no he podido ver el ojo vivo y rojo del hogar que brillaba en el fondo oscuro. Las calles están silenciosas, desiertas; un viento furioso hace golpetear a intervalos una ventana del desván; a lo lejos brillan ante las hornacinas, en las fachadas, los farolillos de aceite. He oído en la alta torre de la iglesia lanzar sus resoplidos a las lechuzas y he sentido, en este ambiente de inercia y de resignación, una tristeza íntima, indefinible». Finalmente, en lo tocante a la autoficción de sus primeras novelas, Azorín inaugura un camino que siguen después, entre otros, Unamuno, Goytisolo, Vargas Llosa, Umbral, Vila-Matas, Cerc

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