Arte & Letras

Faulkner, paseo por el infierno

Faulkner, paseo por el infierno

Faulkner, paseo por el infierno / Por Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

William Faulkner (1897-1962) nace en el seno de una familia puritana acomodada pero venida a menos, en una de esas mansiones del profundo sur americano que vemos en las películas, fachada hortera de un blanco inmaculado, columnas dóricas y escalinatas, una casa como una tarta de bodas. Es un momento de manifiesta decadencia, un mundo invertebrado que pesará en toda su obra. Su vida, a pesar del Nobel, será siempre un quiero y no puedo. Tiene sueños de grandeza, pero lo encontramos trabajando de cartero –le expulsan por leer las cartas-, pintor de brocha gorda, pescador, fogonero, dependiente de librería y portero en una casa de putas. Y borracho hasta caerse de culo. A tal punto empina el codo que cuando consigue trabajar de guionista en Hollywood, le obligan a firmar una cláusula que le compromete a mantenerse sobrio. Su tormentosa obra navega entre un puritanismo exacerbado y el delírium trémens. Faulkner es un personaje antipático, raro, mentiroso, huraño, taciturno y esquivo. Cuando tiene ya una cierta fama y John Kennedy le invita a visitar la Casa Blanca, Faulkner le responde a vuelta de correo: «Soy muy mayor para viajar tan lejos y cenar con un extraño, no tengo ropa apropiada para el evento y, en todo caso, señor presidente, si le interesa verme, puede venir a visitarme en mi casa de Rowan Oak, en Oxford, Mississipi».

Faulkner escribe a borbotones. Y sorprende que de la inmundicia saque poesía, que en lo feo que describe haya belleza

Faulkner vive en lucha consigo mismo. No se gusta. Es bajito, le rechazan en el ejército y durante mucho tiempo fracasa como escritor. Disconforme consigo mismo, arremete contra todo y contra todos. Faulkner, lo confieso, es un escritor que como lector se me resiste. Acudo a él con prevención, con largos intervalos entre una y otra novela. Y alguna he dejado a medio leer. Con Faulkner conviene dosificarse. Escritor inmisericorde, si uno se deja llevar por una lectura inmersiva, se agobia y se atraganta. ¡Abstenerse, lectores ingenuos y voluntariosos! La que posiblemente es su novela más conocida –no la mejor-, Santuario, es un infierno insoportable presidido por lo atroz y grotesco, un mundo que acumula horrores y en el que desfilan personajes embrutecidos, violentos, borrachos y degenerados. Su lectura nos puede fastidiar el día.

Mala leche

Pero aunque Faulkner no divierta, sigue siendo un gran escritor. El problema es que nos encara al Mal con manifiesta mala leche. Nos provoca, quiere cabrearnos, que nos sintamos incómodos, que la lectura nos resulte insoportable. Y a fe de Dios que lo consigue. Me pregunto si no será que quienes leemos a Faulkner sentimos una inconfesable y oscura atracción por lo brutal y truculento, por lo escabroso, viciado y embarrado, por ese lado negro que ocultamos. Leemos a Faulkner y nos preguntamos hasta dónde quiere llegar, hasta dónde quiere llevarnos. A nuestro pesar, nos convierte en lectores ‘morbosos’. Nos tragamos una historia terrible, esperamos otra vuelta de tuerca y nos preguntamos si sus argumentos son una victoria de la ficción sobre la realidad o de la realidad sobre la ficción. La respuesta da miedo.

Y sin embargo, a pesar de todo, siendo Santuario una novela perversa, es una obra maestra. Por muchos motivos. Faulkner es un extraordinario fabulador. Un escritor de raza. Todo lo que necesitaba, según decía, era papel, comida, tabaco, una botella de whisky y que no le abandonaran los demonios. «Mi única responsabilidad es con el arte. No puedo tener escrúpulos al escribir. Si es necesario, lo arrojaré todo por la borda, honor, orgullo decencia, seguridad y felicidad. Y si tengo que robar a mi madre, no dudaré en hacerlo!». Faulkner es el creador de un mundo, Yoknapatawpha, como el que luego crearían otros autores del boom latinoamericano, Sábato en Comala y Onetti en Santa María. Escritores como García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Juan Rulfo, han reconocido lo que le deben a Faulkner. Y es significativo el interés que puso Borges para traducirlo al español. Sus personajes no son marionetas, son de carne y hueso y le superan. Da la impresión de que el escritor pierde el control sobre ellos. La joven Temple Drake, violada por el gánster Popeye o el idiota de la familia Compson, son difíciles de olvidar.

La escritura de Faulkner, efectiva y perturbadora, tiene un dominio absoluto de la ‘forma’. Lo suyo son los planos simultáneos, los monólogos, las fragmentaciones, las elipsis, las idas y venidas, los cambios de perspectiva y un tempo torrencial que nos arrastra. Su lenguaje es el de los sentidos, el de la sangre. Faulkner escribe a borbotones. Y sorprende que de la inmundicia saque poesía, que en lo feo que describe haya belleza. Faulkner descoloca. Un Faulkner bíblico exprime y mitifica lo peor de la América profunda, la turbulenta atmósfera del Mississippi. El ruido y la furia, Sartoris, Absalón Absalón, Las palmeras salvajes, Desciende Moisés, Réquiem para una monja, Luz de agosto, Mientras agonizo… Una obra inmensa, prolífica, terrible y maravillosa. Pero de difícil lectura, laberíntica, de sintaxis caótica y prosa enrevesada, de larguísimas parrafadas que añaden entre paréntesis molestas acotaciones. Por todo ello, Faulkner tiene un éxito comercial relativo. El editor que tuvo en sus manos el manuscrito de ‘Santuario’ se asustó, convencido de que la obra le llevaría a la cárcel. Sólo vio la luz en una segunda redacción revisada, pero asimismo atroz, que no escatima crímenes, violaciones, odios, linchamientos y venganzas.

De hecho, cuando en 1949 consigue el premio Nobel, sus obras no se editan porque no se venden. Todavía hoy, sus títulos ‘suenan’, pero tienen pocos lectores. Una frase de su discurso al aceptar el Nobel resulta reveladora y preocupante: «Nuestra tragedia, hoy, es el miedo. En todo el mundo. Sufrido tanto tiempo que ya hemos aprendido a soportarlo. Sólo nos queda una pregunta: ¿Cuándo estallaremos?».

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