Arte&letras - Complicidades

Las epopeyas mínimas

Carlos Marzal

Según el célebre concepto de la intrahistoria -acuñado por Unamuno-, los verdaderos protagonistas de la aventura del mundo no son los grandes nombres que aparecen en los libros (los héroes, los padres de la patria, los prohombres), sino los individuos comunes y corrientes, los que no aparecerán nunca en los tratados ni en las enciclopedias. Los hombres sin historia son quienes sustentan el espíritu de un pueblo, los que sostienen el peso de la existencia.

En su espléndida nueva novela, Castillos de fuego (Seix Barral), Ignacio Martínez de Pisón ha elegido contarnos, de manera coral, las vidas de muchos personajes insignificantes en la primerísima posguerra, de 1939 a 1945, uno de los períodos más desgarradores y tétricos de la moderna historia de España, cuando el Régimen se ensañaba con los vencidos, para sobrevivir, y una minoría tan heroica como ilusa soñaba con acabar con el recién instaurado franquismo. Asistimos a las epopeyas mínimas de muchas criaturas insignificantes -una taquillera de cine, un delator excomunista, un pícaro falangista que medra acumulando bienes incautados, los guerrilleros de ciudad, los maquisardos echados al monte-, o mejor, dicho, asistimos a sus vidas insignificantes en el tropiezo con la gran Historia, porque por estas páginas también aparecen José Antonio, Dionisio Ridruejo, Girón de Velasco, el ministro Arrese, incluso el propio Franco.

Con las novelas de Martínez de Pisón, siempre tengo una feliz certeza: estoy seguro de que la última es la mejor, por muy buena que haya sido la obra previa. Por ambición, por temperatura, por ritmo, por acierto a la hora de crear sus personajes, por dosificación de la intriga, por su fraseo equilibrado, por la emoción que contagia a sus lectores, creo que Castillos de fuego va a figurar siempre como una de sus grandes novelas, una de las preferidas por sus lectores adeptos.

Los grandes novelistas tienen el poder de enseñarnos sobre la vida y el mundo todo lo que no aparece en la historiografía: las pasiones, el corazón de los individuos, el aire verdadero que se respira en una época. La España de esos años, asfixiante, paupérrima, temible, se levanta en estas páginas, para la emoción y la sorpresa de los lectores.

Martínez de Pisón nos lleva de la mano -con ese espejo a lo largo del camino, que requería Stendhal para la novela-, y ejecuta una lección en marcha del mejor realismo literario, porque la realidad es infinitamente más imaginativa que la más rica de las imaginaciones. Un instante de percepción atenta está más poblado de sorpresas que el más complejo de los sueños.

Castillos de fuego son setecientas páginas de alta literatura que los adictos a Martínez de Pisón leemos con agradecimiento estremecido, a la espera de su siguiente libro, que será, sin duda, mejor que el anterior.

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