Opinión | El trasluz

Pensar con los pies

Pensar con los pies.

Pensar con los pies. / Pexels

Hace poco, y por razones que no vienen al caso, tuve que utilizar por primera en mi vida un telesilla. El asiento era más o menos cómodo para las posaderas y la espalda, pero resultaba desagradable llevar las piernas colgando, como si fueran de trapo. Al poco, empecé a obsesionarme con la idea de que se me caerían los zapatos. Avanzaba un poco la cabeza y el cuerpo para mirármelos y me daba la impresión de que no estaban bien atados, de modo que, sometidos como se encontraban a la fuerza de la gravedad, acabarían precipitándose en el vacío que se abría ante mis ojos.

Traté de cambiar de idea y, lejos de lograrlo, comencé a pensar que lo que en realidad se desprendería de mi cuerpo serían los pies, que volarían dentro de los zapatos hasta estrellarse contra el suelo de granito que sobrevolábamos. De súbito, los tobillos, como material de sujeción, me parecieron una mierda. No sujetaban nada. Era tal el peso de los pies, a los que empecé a sentir como dos apéndices de plomo, que los perdería antes de alcanzar mi destino. Tendría que caminar sobre dos muñones que quizá no serían capaces de sostenerme. Respiré hondo al reconocer todos los síntomas del ataque de pánico que empezaba a barrer, como un huracán, las oquedades de mi pecho, y en esto escuché la voz de mi vecina de asiento, una señora de unos cincuenta años a la que no conocía de nada:

-Tiene usted vértigo, ¿verdad?

-No -dije-, tengo miedo de perder los pies.

La señora hizo un gesto ambiguo con la cabeza y regresó a sus cosas. ¿Por qué se me ocurren estas ideas?, me pregunté yo. Se lo pregunté a mi padre muerto y a mi madre difunta. ¿Cómo me educasteis, con qué me alimentasteis, qué cuentos escuché de niño antes de irme a la cama? Sentí hacia mis progenitores un rencor inmenso que me hizo olvidar el pánico y así llegué entero al otro lado. Para eso nos sirve el odio, pensaría más tarde, para liberarnos, siquiera momentáneamente, de nuestros propios fantasmas. Y para eso se utiliza en los discursos políticos: para que pensemos con los pies y no con la cabeza.