Suplemento Abril

El impacto de la religión en la literatura

No hay literatura sin trasfondo religioso por la sencilla razón de que, como decía Camus, los hombres mueren y no son dichosos

Procesión de Viernes Santo  en Santa Eulària.  J.A.riera

Procesión de Viernes Santo en Santa Eulària. J.A.riera / di

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Fue Xavier Zubiri quien en el sesudo ensayo ‘Naturaleza, Historia y Dios’ explicó por activa y pasiva que el hombre, por su condición contingente, por no tener en sí-mismo la explicación de su ser y su existencia, es un ser naturalmente dependiente, religado, es decir, religioso. Sin que importe que lo sepa o lo ignore, que lo acepte o lo rechace. Otra cosa es que haya entendido su religación referida a la Tierra (Panteísmo), al Sol y la Luna como vemos en culturas primitivas, a un antropomórfico panteón de dioses innumerables en egipcios, griegos y romanos, o que la religación o religión tenga un solo Dios como ocurre entre cristianos, musulmanes y judíos. Aquella contingencia que decíamos busca la religión, las más de las veces, por necesidad, ignorancia o miedo. Necesidad de una seguridad que no tenemos. Ignorancia porque la ciencia se queda corta, no sabe nada del Más Allá. Y miedo al ver la muerte como Nada. En este contexto de precariedad existencial, los humanos hemos tenido hechiceros, oráculos, nigromantes, visionarios, profetas, es decir, mediadores que se han atribuido el misterioso beneficio y la ventaja de estar en contacto directo con la divinidad. Sea cual fuere su nombre, mistagogos, gimnosofistas, coribantes, parabolanos, brahmanes, druidas, lamas, popes, rabinos, pastores, imanes o sacerdotes, todos ellos constituyen una casta, clan o linaje con atributos supuestamente sobrenaturales, En nombre del Dios o los dioses, curan, perdonan, salvan, condenan, bendicen, maldicen, nos absuelven de nuestros pecados, dictan mandamientos, imponen dogmas inapelables, excomulgan a los herejes y blasfemos, profetizan, proclama misterios y exorcizan demonios. 

Este insólito atrevimiento de algunos hombres al proclamarse ‘sacerdotes’ y arrogarse la voz de Dios, es la mayor pretensión que puede tener un ser humano y ha despertado siempre el interés de los escritores que los han convertido, con razón, en personajes literarios. Y lo sorprendente es que en raras ocasiones han explotado sus aspectos ‘extremos’. Es evidente que, siendo una profesión de altísimo riesgo moral, la profesión religiosa tiene un lado glorioso en mártires, santos y misioneros, pero también un lado oscuro que alcanza cotas de demencial barbarie en las Cruzadas, en las Inquisiciones, en Papados aberrantes y la pedofilia de algunos, demasiados, que se destapado en nuestros días. Estos aspectos, sin embargo, no son en absoluto dominantes en la Literatura. El sacerdote que aparece en las novelas no suele ser el superhombre que actúa sin error y está por encima del común de los mortales, ni tampoco un ser vil, pervertido y despreciable. Por lo general, el sacerdote que nos descubre la ficción es una persona corriente, una forma de antihéroe humano, muy humano, cosa que se agradece.  

G. K. Chesterton nos dibuja un Padre Brown insignificante, un hombrecillo manso, miope y rechoncho. Y don Camilo es para Guareschi un clérigo fornido, irascible, descarado y sin pelos en la lengua. El párroco de Ambricourt es para Bernanos un ser que mueve a la conmiseración, endeble y enfermizo. Manzoni nos habla en ‘Los novios’ de Cristóforo, un homicida sanguinario convertido en fraile y Bradbury nos presenta al Padre Malley como un hombre al que le pierde el paladar y no tiene freno con el chocolate. Entre estos retratos, entrañables y muy humanos, tenemos también al Obispo Latour y su vicario Vaillant, personajes de Willa Cather; al Padre Cassidy de Lucy Maud Montgomery; al borracho Padre Wisky de ‘El poder y la gloria’ que nos dibuja Greene; y al Padre Chisholm, de A. J. Cronin, en ‘Las llaves del Reino’. La lista de obras de ficción con contenido religioso sería interminable. Recordemos novelas como ‘La Regenta’, ‘Cuerpos y almas’, ‘Laura a la ciutat dels Sants’ o ‘El gatopardo’. La religión en la literatura, desde ‘La Divina Comedia’ y ‘Fausto’, ha dado mucho de sí. Y lo mismo pasa en el cine, con películas como ‘Yo confieso’, ‘Balarrasa’, ‘El pájaro espino’, ‘Las sandalias del Pescador’, ‘Molokai’, ‘Diario de un cura rural’, etc.

La gran literatura

Y no es menor el impacto de la religión en la gran literatura. André Gide subraya el silencio de Dios. Huxley nos enfrenta a la mística y a la supervivencia en el Más Allá. Camus nos habla de la religión de la dicha, el inadmisible sufrimiento de los inocentes, el martirio de los justos y la rebelión del hombre. Simone Weil nos plantea la incredulidad del creyente y la caída del hombre. Graham Greene incide en la compasión y la debilidad de Dios. Julien Green es testigo de lo invisible y busca las huellas de lo divino. Bernanos nos encara a la tentación, la desesperación, la lujuria y la agonía del mundo, pero es también el profeta de la alegría. Sartre se enroca en el ateísmo lógico, en la contradicción entre libertad y existencia de Dios. Henry James insiste en la nada de la vida, en el mal inasible y en la posesión demoníaca. Martín du Gard plantea el racionalismo religioso, el fideísmo y la religión laica. Malraux es el profeta de la esperanza, de la revolución y del Apocalipsis de la historia. Kafka se obsesiona con la culpabilidad, el absurdo y la incapacidad de vivir. Fraçoise Sagan nos describe la soledad, la tristeza ontológica y la búsqueda fracasada de la dicha. Brecht nos habla del amor, de la conciencia mistificada y de los dioses. Paul Valery crítica el ídolo del intelecto y nos expone la locura de seguir a Dios. Unamuno nos introduce en el misticismo, se tortura con la razón atea, el Dios inaccesible, la muerte y el hambre de sobrevivir. Gabriel Marcel, finalmente, se pregunta en qué se convierten los muertos, conjugando misterio y esperanza. Podríamos seguir, pero todo sería lo mismo. Podríamos decir que no hay literatura sin trasfondo religioso por la sencilla razón de que, como decía Camus, los hombres mueren y no son dichosos.