Luces de Ibiza: adiós a Rafael Tur Costa, Isabel Echarri y Erwin Bechtold, por Elena Ruiz Sastre

Lo que se lleva y lo que nos deja la muerte de estos tres grandes artistas: Erwin Bechtold (1925-2022), Isabel Echarri (1930-2022) y Rafael Tur Costa (1927-2020)

Rafel Tur Costa y Erwin Bechtold en la muestra del primero en el Museo de Arte Contemporáneo en 2014.

Rafel Tur Costa y Erwin Bechtold en la muestra del primero en el Museo de Arte Contemporáneo en 2014. / Foto cedida por el MACE

Elena Ruiz Sastre

Ha pasado más de año y medio desde la muerte de Rafael Tur Costa. Todavía siento muy próximo su recuerdo el día que enfilamos juntos el tramo entre el Hotel Saratoga de Palma y Es Baluard apoyado en mi brazo y protestando porque le costaba caminar, pero vibrando de emoción por ver su obra reunida en aquella gran exposición. A Rafael su obra le gustaba, y disfrutaba mucho de ella; condición ésta, la de espectador de sí mismo, que muchas veces me hizo pensar, pues ese contento nunca lo expresó con vanidad sino con la actitud de quien se conoce bien y se ha medido numerosas veces consigo mismo, y ha sabido tomar distancia, además, entre la obra acabada y los esbozos o experimentos. La naturalidad con que expresaba esa satisfacción me enseñó mucho sobre lo importante que es aprender a reconocer lo que uno hace bien.

Nunca olvidaré la impresión que me causó recibir su llamada de despedida días antes de su muerte. Me conmovió que se acordase de mí y que me hiciera depositaria de unas palabras que él consideró sobre todo justas y verdaderas, obligándome casi a aceptarlas y que por supuesto guardo muy adentro. Así era Rafael, una persona honesta, y desde esa condición creó.

Lo que es verdad es bello. Por eso cuando miro sus cuadros, algunos de los cuales se guardan en el MACE, encuentro esa luz que alumbra y despeja sombras y no dejo de sentir alegría y consuelo.

Rafael sabía que yo tenía predilección por sus pinturas y dibujos de los sesenta; me parecían revelaciones refinadas, amaneceres llenos de frescura. Partiendo de un plano blanco, el del papel o la tela, se enfrentaba a lo que llamaba su problema; entonces, defensor a ultranza de lo abstracto, partía sin ideas preconcebidas, dejando que una línea llamara a otra línea, un color a otro color y una forma a otra forma. Esa manera espontánea de trabajar conseguía resultados limpios y sin empastar, donde todos los componentes plásticos tenían su valor primigenio. Años más tarde, a partir de los noventa, se encaminó hacia la geometría, buscando en el collage cómo deconstruir los sucesivos planos solapados, generando grietas que recordaban las texturas de las paredes de cal de las casas antiguas pero sin ninguna intención de recrearlas.

Tur Costa

La directora del MACE y Rafel Tur Costa durante la inauguración de la exposición del artista en 2014 / Foto cedida por el MACE

Para Rafael, pintar era una manera de expresar lo poético, lo espiritual y lo sustancial. La pintura era una otra realidad.

En sus últimos años me visitaba a menudo en el museo, comentaba sucesos pasados. Yo sentía que él tenía necesidad de volver a escribir la historia de nuestras relaciones en términos más justos y agradecí siempre su generosidad, su buen carácter, respondiendo a ello con mi leal amistad; era fácil entenderse con él y fácil cogerle cariño.

No se es artista a la fuerza o porque uno se empeñe sino porque no se tiene más remedio que atender esa llamada misteriosa y aún no encarnada que llamamos arte, y que machaconamente clama por servirse de uno para lograr desarrollarse, tener forma y sustancia. Tal vez eso fue lo que aprendió o intuyó de sí mismo cuando conoció en 1955 al grupo de estudiantes alemanes entre los que estaba la que luego sería su esposa, que vinieron de viaje de estudios a Ibiza acompañados de profesores lúcidos y libres que no constreñían la enseñanza del arte, o cuando se amistó con los artistas extranjeros que iban llegando a la isla con sus bagajes renovadores; como Erwin Broner, al que admiró y al que encargó la construcción de su casa, porque Rafael quería habitar la vanguardia. Fue también su sensibilidad natural, que supo reconocer cuanto de belleza había en el entorno, y cómo esa belleza podía traspasar la realidad y hacerse trascendente, así el silencio dulce de las sombras de la higuera, el delicado ramaje de un almendro o el rotundo resplandor del mar de plata. O tal vez fue la combinación de todo ello unido lo que le hizo saber a qué se tenía que dedicar en esta vida.

La directora del MACE y Rafel Tur Costa durante la inauguración de la exposición del artista en 2014

La directora del MACE y Rafel Tur Costa durante la inauguración de la exposición del artista en 2014 / Foto cedida por el MACE

No sabía yo, ni pensaba siquiera, que a su muerte iban a seguir otras dos a corta distancia, y que con ellas vendría a vislumbrarse el fin de una generación, de todo un ciclo. Isabel Echarri murió este mes de junio. Desde la pandemia se había quedado a vivir en Formentera para aislarse un poco del feroz contagio, suspendiendo sus habituales estancias invernales en París. Llegó a Ibiza en los cincuenta y le pareció demasiado civilizado, de modo que tomó la barca y cruzó a la otra isla, en donde para explorarla, tuvo que comprar un burro con su carro, que luego después vendió al mismo dueño. En el centro encontró su casa, Can Simonet des Molí, y allí estableció su estudio y su jardín de esculturas, sus relaciones de amistad con los vecinos y con la colonia de artistas franceses. Recuerdo cuando me contaba que su vecina Esperancita le dejaba en el muro medianero de su finca leche fresca de su vaca a diario, y probé muchas veces el exquisito queso de cabra casero que le hacía otra vecina payesa.

Isabel escogió pronto su camino, entendido éste de manera radical. Su vida giraba en torno a su obra y su obra era su vida. Más allá de su amor por Diego y por sus hijas, ella vivía creando a tiempo completo, casi. Le tocó una época de lucha por ser mujer y artista, y la enfrentó desde una posición irrenunciable; no cediendo nunca a los cantos de sirena, siendo fiel a sí misma a pesar de propuestas y consejos de mercado que tal vez le hubieran desviado de su propósito y hecho la vida más cómoda. Muy determinada y comprometida, Isabel defendía el honor de dedicarse al arte, como si éste fuera una especie de sacerdocio. Creaba con papel cuando la conocí; antes había trabajado con yute y con materiales elásticos pero los había abandonado. Ella no pintaba, moldeaba con el papel manufacturado y con cualquier tipo de papeles, creando relieves, que iluminaba, doraba, recortaba, rasgaba, superponía o escribía. Recuerdo cómo agradecía que muchas veces fuera a verla con restos de rollos de papel de periódico del Diario de Ibiza, que me regalaban para ella en la rotativa. Allí, sentadas en su pequeño porche, Isabel se interesaba por la vida de mis hijos, se alegraba de que mi hijo fuera músico y no le extrañó nunca que mis hijas hubieran escogido dedicarse a distintas facetas del universo del arte, “porque lo han vivido contigo”, decía.

Isabel Echarri

Foto cedida por el MACE / Montaje de la exposición de Isabel Echarri en el MACE. Javi Riera, jefe de montajes del MACE, hace una espiral de arena ante la mirada de Echarri y Ruiz.

Montaje de la exposición de Isabel Echarri en el MACE.

Isabel Echarri (del brazo de Elena Ruiz) deja sus huellas sobre la espiral de arena trazada en el MACE para su exposición. / Foto cedida por el MACE

El blanco de Isabel había germinado en París, al abrigo de la idea de la transmutación de la materia, de “la calcinación”, decía ella. El blanco era la mayor metáfora de su obra, el concepto que mejor la resumía. La vida y la muerte eran el blanco; el renacimiento de la materia tras su consumación. El blanco no era para ella un color, sino una luz; y tenía razón. Su obra posee por eso un aspecto ritual y celebratorio muy ligado al significado y a los símbolos. Valoraba mucho la poesía y su obra a menudo contiene poemas manuscritos de poetas amigos.

La ‘Reina Blanca’, una de sus obras más significativas está en el MACE, es una pieza de gran formato que representa el empoderamiento femenino, la deidad suprema, la serenidad trascendida, poseedora de un lugar jerárquico altísimo en el juego del ajedrez, símbolo del tablero de la existencia. Creo que la realizó con motivo de su exposición en el museo en 2012, y quiso mostrarla frente a una gran espiral de arena y sal realizada a pulso en el suelo del museo por Javi Riera Zornoza, nuestro jefe de montajes. La veo todavía hoy caminando descalza por los surcos de arena, dejando allí sus huellas infinitas.

‘La Reina Blanca’, de Isabel Echarri, expuesta en el Museo de Arte Contemporáneo de Ibiza en noviembre de 2012.

‘La Reina Blanca’, de Isabel Echarri, expuesta en el Museo de Arte Contemporáneo de Ibiza en noviembre de 2012. / Foto cedida por el MACE

Isabel era tenaz, cada Navidad, casi hasta el final, realizó montones de tarjetas de felicitación a medias con su amigo Fernando Arrabal. Las hacía a mano, con paciencia y dedicación y luego nos las enviaba a los amigos puntualmente. Acompañada por su perro, casi siempre un galgo italiano -el último fue Fidelio, que no la sobrevivió- llegaba al inicio de cada temporada estival a visitarme. Su pelo corto rojo, sus joyas étnicas, su mirada profunda pintada de khol. Nunca he conocido a nadie tan respetuoso a la hora de interesarse por lo humano; preguntaba desde la distancia más cálida que uno pueda imaginar y empatizaba siempre con lo circunstancial mostrando un lado de su corazón de mujer maternal muy grande. Tenía una tristeza profunda pero aunque no rehuía hablar de ella, prefería ser parca y expresar con gestos lo que de inevitable tenía aquella herida del alma. Por eso más que hablar prefería preguntar.

Fue amiga de verdad. En el último verano fui a verla casi semanalmente, de paso inventarié su obra allí guardada, siempre cumpliendo el mismo ritual de barco, autobús hasta el molino y luego a pie hasta su casa. Me gustaba llegar así, silenciosamente, como ella vivía; en el interior de sí misma. Ordené su estudio con ella sentada al lado, sin perder detalle de la posición de cada lápiz y de cada papel que tocaba y desempolvaba. Todo quedó como ella quiso. Pero cuando ella se fue no quedó ni rastro de su marcha; es como si hubiera volado muy lejos. Y ahora cuando veo sus obras siempre la veo a ella: su luz y la emoción que me causa; que no ceja.

Bechtold

Foto cedida por el MACE / Elena Ruiz y Bechtold en el estudio del artista en junio de este año.

La última despedida ha sido la de Erwin Bechtold, hace un poco más de una semana. Parecía inmortal, fuerte, altísimo. “Aquí Erwin Bechtold” decía rotundo cuando contestaba al teléfono. Bechtold fue todo un ejemplo de coherencia creadora. No le gustaba que los cuadros quedaran “bonitos”, si quedaban bonitos, decía, entonces algo estaba mal y había que cambiarlo. Perseguía un ideal y trabajó incansablemente con rigor para lograr expresarlo. Le visité muy asiduamente en las últimas semanas; siempre a su lado su fiel Christina en el porche de la entrada. En el estudio ya todo quieto y silente; encima de una mesa unos dibujos en rojo y negro. Tenía plena conciencia y buen humor. Reía. Hablé mucho de la muerte con él, estaba en paz y tranquilo. También de sus creencias y de su obra y de su sistema de catalogación, que me fascinaba porque era absolutamente perfecto. Un día busqué a petición suya ciertas pinturas almacenadas y para ello utilicé su fichero. “Lo has entendido a la primera”, me dijo. No, no era yo, era su sistema.

Fue uno de los artistas llegados desde Alemania a la isla en los cincuenta, poniendo distancia con la posguerra, y buscando crear un mundo nuevo. Por eso, en nuestras últimas conversaciones mostró cómo le dolía la actual guerra de Ucrania y le parecía incomprensible que en el mapa de Europa pudiera haber otro conflicto sangriento así.

Bechtold observa una obra de Zush en el MACE en junio.

Bechtold observa una obra de Zush en el MACE en junio. / Foto cedida por el MACE

Al llegar a Ibiza, junto con amigos artistas organizaron el Grupo Ibiza 59 (cuyo último fundador, por cierto, Antonio Ruiz, cumplirá pronto 99 años), poniendo entusiasmo y juventud a partes iguales pero también defendiendo la idea de vanguardia y demostrando que la ignorancia y la barbarie se curan con cultura. Pronto, se marchó a vivir a San Carlos y allí compró una vieja casa, Can Cardona, que amplió con sentido racionalista y práctico según sus necesidades. Allí siguió trabajando con profundo conocimiento de las técnicas, en formatos casi siempre enormes y con pigmentos terrosos de textura condensada, siempre leal a un concepto de los encuentros binarios o contrarios. Configurando un lenguaje en donde el diálogo plástico es crucial. Buscando los tonos medios y jugando con el negro, que siempre es tan difícil de resolver, y que a veces tenía un acabado brillante y otras sfumato o mate. No queriendo crear cuadros “bonitos” Bechtold no ha hecho otra cosa que crear belleza, y en su forma se percibe la tensión de un resplandor ordenado que no llama a sobresalto sino que conmueve, envuelve y acompaña. Por eso militó en las únicas filas posibles para él, las del arte, sin desfallecer, y supo que el final era eso, el final. Kaputt!

Cuando salió publicado su catálogo razonado, ejemplar donde los haya, quise presentarlo en el MACE, pero haciendo posible un contexto que terminó siendo la exposición ‘Razones para un catálogo’. Eso fue en 2017, y él quiso una vez más crear el diseño de la muestra y dirigir la instalación, que conllevaba la integración de los espacios arquitectónicos y la inclusión de la famosa Monosèrie, tan querida por él y creada en homenaje a J. L. Sert y Joan Miró.

Erwin y Christina Bechtoldcon Elena Ruiz y Nilo Casares en Can Cardona el pasado 4 de junio.

Erwin y Christina Bechtoldcon Elena Ruiz y Nilo Casares en Can Cardona el pasado 4 de junio. / Foto cedida por el MACE

Bechtold era perfeccionista y exigente porque entendía que el arte participa de una dimensión moral que afecta también al artista. Se aprendía a su lado, dominaba el concepto espacial y calculaba muy bien la escala y la armonía. Dibujaba sus ideas de distribución de obras sobre planos y hacía bocetos claros. También dibujaba los esquemas de sus cuadros en las fichas de catalogación, con tal precisión y detalle que era imposible confundir uno por otro. Su última visita al museo la hizo por su propio pie a la inauguración de la exposición ‘Zush a Ibiza (1968-1983)’. Evru (Zush) nos recordó que llegó a Ibiza aquel 1968 tras oír los consejos de Bechtold en una inauguración en la Galería René Metras en Barcelona. Le hizo caso. Erwin, el día 3 de junio de 2022, tras recorrer toda la exposición al detalle se le acercó a Evru y le dijo: “En verdad eres un gran artista”.

Reflexiono más allá de lo que siento al recordar a Rafael, Isabel y Erwin y más allá de la tristeza, me doy cuenta de lo que les quería y aún quiero, pero sé que Tur Costa, Echarri y Bechtold nos quedan a través de sus obras para siempre. El MACE, que los está sobreviviendo, relatará sus historias y dará buena cuenta de su medida. Espero que éstas sean las verdaderas luces de Ibiza, más allá de los neones y centelleantes rótulos que se encienden y apagan con un interruptor.

La cita

Homenaje a Bechtold

Hoy miércoles 14, se celebra un acto público de despedida en el MACE a Erwin Bechtold. Su esposa Christina invita a todos los que quieran presentarle sus condolencias a asistir al museo de 17 a 20 horas.

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