Posiblemente estamos descubriendo demasiado tarde la desmemoria del lenguaje que experimentan las nuevas generaciones, en paralelo y con la misma celeridad con la que la que los más mayores ignoramos los lenguajes que nos imponen los teléfonos móviles, San Google y todas las nuevas formas de información y comunicación. El hecho es que esta divergencia que se está generando entre el habla de ayer y la de hoy está abriendo una enorme brecha entre generaciones o, si lo preferimos, entre el viejo mundo y el que ahora se nos abre. La situación es preocupante porque significa que estamos suprimiendo el suelo que pisamos. En otras palabras, ignoramos la memoria en la que el edificio de nuestra cultura tiene sus cimientos, cuando el hoy no tiene explicación sin el ayer. De la misma manera que una planta sin raíces no puede crecer.

Este comentario lo provoca una experiencia concreta y desalentadora que subraya el desconocimiento del lenguaje que tienen las nuevas generaciones. La experiencia es la siguiente. Dos amigos entrados en canas tuvimos hace unos meses la peregrina idea de hacer en Ibiza una pequeña encuesta entre jóvenes -33 en total- que estaban entre los 17 y los 23 años. El objetivo era comprobar hasta dónde llegaba su conocimiento de expresiones comunes que utilizamos cada día y que proceden mayoritariamente del latín y del contexto socio-religioso que impregna nuestra cultura. En todo caso, antes de explicar lo que pasó, en descargo de la inopia de los jóvenes encuestados debo decir que también nosotros, cuando éramos niños y adolescentes, tuvimos por insufribles rollos macabeos los relatos bíblicos que en el Instituto de Santa María nos explicaba el reverendo don Vicente Bufí. Y tampoco nos entusiasmaban los latines que nos impartía don Vicente Riera Palau.

A lo que vamos. La pequeña encuesta que hicimos nos descubrió algo de lo que ya teníamos motivadas sospechas: que nuestros jóvenes, mayoritariamente, desconocen la procedencia de muchísimas palabras y frases que, sin embargo, tienen en el habla diaria un uso común y frecuente. Y el mismo descorazonador resultado tuvimos cuando, después, hicimos las mismas preguntas a los hijos, sobrinos y nietos, de algunos amigos. Al preguntarles por frases, como «vivió más que Matusalén», «en la fiesta se ha montado un Belén», «en el gimnasio todos van para sansones», «aquella noche la disco fue Gomorra», «eres un Adán», «los chistes escatológicos son de un pésimo gusto» o «fulanito es peor que Caín», no sabían de qué les hablábamos. Y aunque una palabra como diluvio les era familiar, ninguno sabía de dónde venía. Y no sabían qué decirnos de personajes como Noé, Moisés, Dalila o Josué. Pero no fue todo.

Respuesta

Más sorprendente, si cabe, fue la respuesta que obtuvimos al pedirles explicaciones sobre la ristra de latinajos que utilizamos en nuestra vida diaria. Algunos de ellos los habían oído, pero no los entendían. De algunos otros conocían el significado, pero no sabían de dónde venían. Les resultaban familiares, por ejemplo, palabras como ídem, amén, a priori, a posteri, per cápita, ratio, currículum, in vitro o mare nostrum, pero muchas otras expresiones como ipso facto, rara avis, senior, motu proprio, accesit, ad hoc, in albis, lapsus linguae, in situ, de facto, sui generis, in mente o peccata minuta, no les decían nada de nada. Y la cosa empeoraba sensiblemente si se trataba de expresiones como totum revolutum, memento mori, mens sana in corpore sano, habeas corpus, cave canem, carpe diem, ad hominen, ad kalendas graecas, casus belli, modus vivendi, pro indiviso, mutatis muntadis, inri -en ´para más inri´- opera prima, manu miltari, quid pro quo, modus operandi, homo homini lupus, in illo tempore, in artículo mortis, post morten, primus inter pares, quid pro quo, quisqui -en ´todo quisqui´., el macarrónico tiquismiquis, rara avis, rigor mortis, versus, item, sine die, statu quo, sursum corda, tempus fugit, tu quoque, sic transit gloria mundi, etc.

A partir de aquí, tal vez convendría preguntarse qué demonios nos está pasando. Uno diría que metió la pata hasta la corva el mastuerzo ministerial que consideró oportuno minimizar o eliminar en la educación el peso que, en tanto que contexto cultural, tienen el latín y la Historia Sagrada en nuestro lenguaje. Lo que no implica, en absoluto, contemplar como asignaturas regladas el latín y la religión. No es lo que pienso ni por asomo. Sólo digo que es una barbaridad que nuestro sistema educativo no contextualice el lenguaje que utilizamos, es decir, que prescinda de referencias que están en el origen y en la base de nuestra cultura. Lo sorprendente, sin embargo -y es lo positivo de la pequeña encuesta de marras- es que a nuestros encuestados les interesó sobremanera conocer la procedencia y el significado de todo el batiburrillo de palabras y frases que les presentamos.

Diría, incluso, por sus comentarios, que entendieron el error que suponía que no se hablara de ello en las escuelas y en los institutos. Pero todo hay que decirlo, también nosotros hemos valorado ya mayores, posiblemente demasiado tarde, el celo del profesor don Vicente Riera Palau y el reverendo de don Vicente Bufí.