Los papas y los infiernos

Si la cosa sigue al mismo ritmo que ahora, dentro de nada solo creerán en el infierno los lectores de Dante y los espectadores de los Pastorets. Para los más leídos, el infierno ha sido siempre un espacio de «llanto y crujir de dientes», como dice el Evangelio según Mateo, con un «horno encendido» que arde por toda la eternidad. Dante describe múltiples sufrimientos y Giotto los pinta, en los Scrovegni, por ejemplo, con cuerpos desmembrados e imágenes terroríficas. Y, después de Giotto, Hyeronimous Bosch, acaba de completar el panorama, con pavorosas torturas y excéntricos diablos de múltiples pelajes. Para los que acceden con mayor ligereza a la cultura popular, el infierno ha sido siempre una escenografía de las calderas de Pere Botero, un inframundo de decorados frágiles y trampillas teatrales con un elenco dramático que se desternilla con la grandilocuencia que quiere ejercer el abatido Lucifer ante el Altísimo.

Lo cierto es que las nociones de cielo y de infierno han sido motivo de múltiples discrepancias en el seno de la Iglesia Católica y en el pensamiento de los pontífices. En la doctrina expresada en el catecismo queda claro que si has obrado mal, cuando te mueres «desciendes inmediatamente a los infiernos», pero, al mismo tiempo, saber qué ocurre en serio en esta etapa final y con qué panorama nos encontraremos cuando hayamos traspasado, es un campo de minas en el que «ni las escrituras ni la teología nos ofrecen luz suficiente para averiguar una representación del Más Allá». Esto lo escribía hace 45 años Juan Pablo II, que también nos advertía sobre «las representaciones fantásticas y arbitrarias». Es decir, Dante y los Pastorets.

Ahora, el papa Francisco ha dicho que le gusta «pensar en un infierno vacío, y espero que sea una realidad». Ha creado mucho alboroto. Benedicto XVI ya se cargó el limbo y el de ahora imagina un espacio sin habitantes. Un infierno sin damnificados es poco pavoroso. Para su antecesor, el infierno existía, era eterno y estaba habitado, aunque también opinó que el purgatorio no era un sitio tangible, sino «un fuego interior que purifica el alma del pecado». Es lo que opinaba Juan Pablo II del cielo, que «no era un lugar físico entre las nubes». No se acaban poniendo de acuerdo en el Vaticano. Quizás el más poético fue el joven Ratzinger. El infierno es «la soledad radical, donde no se escucha ninguna voz, la renuncia para siempre a la comunión gozosa con Dios». Y el más intenso y ‘gore’, Pablo VI: «Las tinieblas de la condenación inexorable». Eso sí, hablaba de la Divina Comedia.

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