El peso de los muertos

Cuando se avecina el día de Todos los Santos, desde que vi la película de Pedro Almodóvar ‘Volver’, hace ya algunos años, inevitablemente me acuerdo de la primera escena. Una legión de mujeres enlutadas, con los batines y las pañoletas, un día soleado y ventoso, cepillando el mármol de las lápidas, retocando las flores de los jarrones, sacando brillo a los epitafios, barriendo el otoño entre los nichos, mientras suena la primera estrofa de ‘Las espigadoras’: “Esta mañana, muy tempranito, salí del pueblo con el hatico, y como entonces la aurora venía, yo la recibía, cantando como un pajarico”.

No importa si es el cementerio de Campo de Criptana, el de Vilanova i la Geltrú o el de Sant Josep de sa Talaia. La misma escena se sigue repitiendo por todo el país, en las jornadas previas a esa fecha tan específica en que nos acordamos de nuestros difuntos por imposición del calendario, aunque muchos otros días lo hagamos también. Y entonces me pregunto cuál es el peso de los muertos, qué influencia ejercen sobre nosotros.

No me refiero, por supuesto, a los 21 gramos que, según el médico norteamericano de origen escocés Duncan MacDougall, pesa el alma humana cuando se desprende del cuerpo, al exhalar el último aliento. Dicho facultativo, en el siglo XIX, realizó un experimento consistente en colocar a los moribundos sobre una báscula de plataforma de gran precisión y repetir la operación una vez su corazón cesaba de latir. Lo probó media docena de veces y determinó, con escaso rigor científico, que esos 21 gramos eran la cantidad de materia que se evaporaba al apagarse la vida.

Tampoco aludo, con el peso de los muertos, al legado físico, contante y sonante, que dejan al marchase a quien les sobrevive. Silvio Berlusconi, por ejemplo, legó a sus herederos, entre incontables valores, bienes y propiedades, una absurda e inenarrable colección de arte, que aún sigue almacenada en un hangar enorme. La prensa relataba este domingo que Il Cavaliere, en sus tres últimos años de vida, sustituyó las noches locas con jovencitas, las denominadas fiestas “bunga, bunga”, por compras compulsivas en un canal de arte de la teletienda. Las primeras llamadas que don Silvio hizo a dicho programa se las tomaron a pitorreo. Al identificarse para pagar, su nombre generaba el mismo efecto que si hubiese dicho “Napoleón Bonaparte”.

Una vez aclarada la veracidad del singular cliente, Berlusconi se dedicó a adquirir camiones y camiones de cuadros, en su mayoría con un valor de no más de 100 o 200 euros, y también fuentes, jarrones, centros de mesa… El propietario de la teletienda no daba abasto para reunir tanto género. Al final, es posible que con su último suspiro se evaporaran 21 gramos, pero permanecieron en este mundo las incontables toneladas que representan 25.000 piezas artísticas adquiridas por el magnate a través del teléfono, desde la soledad de su dormitorio, invirtiendo 20 millones de euros. Al parecer, pretendía reunir la mayor colección de arte de Italia; al menos en cuanto a cantidad. Y, desde luego, Berlusconi fue, ante todo, un hombre más de cantidades que de calidades. Con sorna, Vittorio Scarbi, amigo del empresario, prestigioso crítico de arte y actual secretario de Estado de Cultura, que en alguna ocasión trató de hacerle recapacitar en este empeño, ha sugerido a la familia que, con este legado, podrían erigir un colosal museo dedicado al surrealismo y la locura.

Volviendo al peso de los muertos, tampoco pretendo aludir a su supuesta capacidad para comunicarse con los vivos, desde la dimensión donde se encuentren. Un familiar a menudo bromea con un parte judicial o una noticia, no lo recuerda con exactitud, que cayó en sus manos hace décadas y que decía algo parecido a esto: “En la playa de Migjorn ha sido hallado un muerto cadáver difunto, que por el habla parece inglés”. He intentado en diversas ocasiones, sin éxito, localizar esta insólita primicia, así que toda pista que pueda proporcionar el lector será bienvenida. De haber conocido esta anécdota el periodista Luis Carandell, otro ilustre difunto, sin duda la habría incluido en su maravilloso y carpetovetónico volumen ‘Celtiberia Show’, en el que registró las mayores burradas dejadas por escrito en la España profunda, a lo largo del siglo pasado.

Muy al contrario, por el peso de los muertos me refiero a la herencia moral y política, a la perdurabilidad de sus experiencias y conclusiones, al legado en forma de aprendizaje de quien ha vivido guerras y posguerras. No de manera individual, pues cada persona mantiene un vínculo personal e intransferible con sus difuntos, sino en el imaginario colectivo. Y observando la atmósfera preguerracivilista y exaltada que se respira estos días con la dichosa amnistía, solo me surge una conclusión. El peso de los muertos es nulo. Ni tan siquiera 21 gramos.

@xescuprats

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