Veneno

Esto es algo que, por increíble que parezca, está sucediendo ahora, hace unos días, desde hace meses y aún antes. El pasado 3 de junio, 56 alumnas de Primaria de una escuela al norte de Afganistán fueron envenenadas en clase y junto a ellas tres profesores, dos conserjes y el padre de una de ellas. Alguien había rociado el aula con alguna sustancia tóxica por la noche.

Al día siguiente, el 4 de junio, en otro colegio se produjo otro ataque similar, que en esta ocasión afectó a 26 niñas y a cuatro profesores. Todos requirieron asistencia hospitalaria. Tenían náuseas y problemas respiratorios. Afortunadamente, a los pocos días la mayoría recibió el alta. Y eso está sucediendo ahora, en Afganistán.

La Primaria era el último reducto educativo que les quedaba a las mujeres en ese país. Cuando los talibanes se hicieron con el poder, en 2021, vetaron su entrada a la Secundaria y a la Universidad. A alguien le parece poca cosa y considera que la prohibición se queda corta, así que se dedica a rociar las aulas con veneno para dañar y amedrentar a las niñas, a sus familias, a los profesores y a cualquier otra persona que les facilite el acceso al conocimiento.

Eso sucede en Afganistán, pero no sólo allí. En Irán, desde noviembre del año pasado se han registrado más de una treintena de ataques a conservatorios, institutos y colegios. Niñas, adolescentes y jóvenes han sido gaseadas y han requerido asistencia sanitaria. Las víctimas, según algunas organizaciones no gubernamentales que trabajan en la zona, se cuentan por miles.

En 2005 algo similar sucedió en Chechenia. La periodista Anna Politkóvskaya, asesinada un año después, lo contaba en el periódico ruso Nóvaya Gazeta, en una noticia replicada luego por el diario británico The Guardian. Cientos de niñas y niños -esta vez los ataques no fueron tan selectivos en cuestión de género- presentaban síntomas de haber sido envenenados con algún agente tóxico. Los estudiantes convulsionaban, tenían espasmos, algunos entraron en coma. Las investigaciones sobre lo ocurrido fueron, cuando menos, confusas.

En Pakistán, en 2012, Malala Yousafzai fue tiroteada en un autobús escolar por obstinarse en asistir a clase pese a las reiteradas amenazas de los talibanes, a ella y a su familia, que gestionaba varias escuelas en el noroeste del país.

En Estados Unidos se ha perdido la cuenta de las matanzas en centros educativos. El último incidente, por llamarlo de alguna manera, se produjo el pasado 6 de junio, en Virginia, durante una ceremonia de graduación, y se saldó con un par de víctimas mortales y varios heridos.

Entre la educación y la vida, las familias suelen elegir, lógicamente, la vida de sus hijas y de sus hijos.

En Afganistán e Irán los atacantes están aún sin identificar. Nadie sabe decir si actúan aleatoriamente, cada uno por su cuenta, o si forman parte de alguna organización y se mueven en grupo. Sea como sea, consiguen su objetivo, que es envenenar los ánimos. Y por supuesto expulsar a las niñas de los colegios, convertir el cotidiano acto de levantarse por la mañana para ir a clase en una heroicidad, hurtarles su derecho a educación y recluirlas en la perpetua ignorancia. El miedo es el veneno que los fanáticos inoculan a sus víctimas para paralizarlas.

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