El púlpito

Esperanza

Daniel Martín

Daniel Martín

Con infinidad de personas sale a la luz esta palabra: la esperanza. La necesitamos como el agua, todos los días, para levantarnos, para seguir, para caminar. La esperanza empapa todo lo que somos enriqueciéndolo y dotándolo de un sentido más profundo. Esperamos esperanzados resultados positivos de unos análisis médicos. Esperamos esperanzados después de un examen. Esperamos esperanzados el futuro deseado. Esa esperanza es una mecha de eternidad ya en esta vida y se hace un poco complejo vivir sin esperanza todo lo ordinario de la agenda. La desesperanza, por el contrario, nos encierra en un mundo de oscuridad, de tristeza y de rabia. Nos encierra en nosotros mismos y en nuestras exclusivas fuerzas en el acto. Nos constriñe al dolor o a la pena del momento. La desesperanza desdibuja los contornos de lo que podemos llegar a ser, desinflando nuestra fuerza y ganas y dejándonos postrados. Nos encierra en un concepto de nosotros mismos demasiado estrecho. Pero ¿cómo recuperar la esperanza? ¿Cómo vivir en ella? No sé muy bien la clave, pero creo que hay mucho de fe en el asunto. Porque la esperanza y la fe están muy unidas, estrechamente unidas diría yo. La fe nos abre a un horizonte mucho más pleno, cargado de mucho más sentido, desde el cual los contornos de lo que somos se plenifican y el futuro se dota de contenido. Esperar en esta verdad es mucho más real. Podríamos decir que el impulso originario que tenemos de esperanza, al dotarlo de un contenido concreto por medio de la fe, se despliega en toda su potencialidad y nos lanza con entusiasmo a vivir con pasión el día a día. Y eso nos lleva irremediablemente al hermano, al prójimo. ¿Cómo esperar esperanzados en la soledad de la sola vida? ¿Quién será feliz si en esa espera no tiene a su lado a su hermano? La caridad, el amor concreto al otro, el amor actuando por el otro, se muestra unido a la esperanza que se abre al futuro por medio de la fe. El otro forma parte de mi vida. Con el otro mis días se llenan de esperanza, desde el gran don de la fe. Y así, las tres virtudes quedan unidas, inseparables, para siempre. Fe, esperanza y caridad.

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