Opinión

El charco de sangre

Desde 2003, fecha en que se instaura un registro oficial, la cifra es de 1.185 mujeres asesinadas por hombres, criminales que tienen, muchas veces, la consideración eufemística de “pareja sentimental”, lo que es a la vez un agravante y una mentira, porque el sentimiento es aquí inexistente o, según y cómo, peor: exagerado y de carácter patrimonial, causa y circunstancia determinante del delito más que condición humana. Aunque 2022 ha sido el año en el que ha habido menos asesinatos, un diciembre trágico (el peor desde que contamos), con 11 mujeres muertas (cinco en la última semana del mes) no ha sido sino la antesala de un día cruel, el 8 de enero, con otros cuatro asesinatos, mujeres indefensas que han muerto a cuchilladas, a tiros o estranguladas por hombres. Las cifras son espeluznantes y vuelven a colocarnos ante un escenario pavoroso, si es que jamás lo habíamos abandonado, si es que alguna vez nos habíamos sacado de encima esta losa infame. La congregación de casos en pocos días (o en un solo día: aun más hiriente) nos enseña con crudeza la gravedad de la enfermedad de una sociedad donde el machismo no solo no va a la baja, sino que se refuerza con el único planteamiento que, en la actualidad, es capaz de exhibir: el de la caricatura. Una caricatura maligna y desfigurada, la imagen en la que se reflejan quienes humillan, se vengan o procuran dolor porque sí, abrazados a la última alternativa que tienen a mano y que se traduce en violencia y terror.

Las autoridades claman por la educación, la prevención y el feminismo, con dos líneas de acción que tienen que ver con el futuro de las nuevas generaciones y con un aumento, en el presente que vivimos, tanto de las medidas que eviten el crimen como de la valoración moral de unos actos y unos pensamientos –los implícitos y los explícitos– que ayuden a crear nuevas conciencias. Pero seguimos instalados en una tragedia ante la que se actúa con criterios de emergencia social (aquella equiparación conocida con el terrorismo, por ejemplo) mientras se refuerza y se agranda la tragedia, a partir de la capilar persistencia doméstica, el horror en la intimidad. No deben existir soluciones mágicas, lo reconozco, pero ante la evidencia de los asesinatos que gotean y que se convierten en masivos, nos convendrían no solo proclamas o gritos de alerta o minutos de silencio, sino una actitud intolerante hasta el extremo con la más mínima chispa de superioridad o altivez, origen del irreparable charco de sangre.

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