Opinión | Desde la marina

Adoradores del Dios Amón

Sobre es Racó des Mataret, sa Pedrera de Cala d’Hort y es Cap des Jueu (que no es Atlantís), el acantilado, como si fuera una platea, estaba atiborrado de neófitos amonianos, a los que se sumaba, como cada día, un sin número de curiosos, avisados por la publicidad de las agencias de viajes. Con las piernas sobre el vacío, unos estaban sentados en el límite vertiginoso del farallón; otros hormigueaban en la planicie y los había más arriba, acomodados entre los pinos, en el declive de la colina que subía hasta la Torre des Savinar (que no es la Torre del Pirata). Para entonces, el camino que viene desde la carretera hasta el proscenio natural que nos ocupa, a uno y otro lado, estaba atiborrado de coches, abandonados de cualquier manera. Era el momento esperado y expectante de la atardecida. Era la despedida del dios Amón.

Sentados en círculo sobre las piedras, cogidos de la mano, con los ojos cerrados, un numeroso grupo oraba al dios solar, el divino Amón, atentos al siseo del maestro espiritual, escuálido y en escueto taparrabos, que acuclillado en el centro junto a un tótem de piedras colocadas en precario equilibrio, regulaba en sus discípulos la inspiración y espiración, a la que seguía un ‘oooooomm’ admirativo, largo y sincronizado.

Cuando el sol tocó el horizonte ensangrentado de un mar que era una lámina añil, se hizo un silencio absoluto que no duró, porque se oyó una sirena. Era un todoterreno del que bajaron cuatro municipales de Sant Josep, y la magia del momento saltó por los aires. Multarían con 200 euros a quien no sacara inmediatamente los coches del camino. Amón perdió su poder y el maestro-gurú fue el primero en salir espiritado porque temió por su coche, que era un deportivo precioso. En desbandada y atropellado, le siguió el gentío. En unos minutos, el acantilado quedó vacío, con la sola estridulación de los grillos que, con el sol ya ido, saludaban a una luna redonda.

Suscríbete para seguir leyendo