Semana Santa en Ibiza: Promesas por atender en el Santo Entierro de Santa Eulària

Centenares de personas suben hasta el Puig de Missa de Santa Eulària para contemplar los primeros compases de la procesión del Viernes Santo, en la que participan las cofradías de la localidad

Vídeo del Viernes Santo en Santa Eulària 2023

Marta Torres

Marta Torres Molina

Marta Torres Molina

No se ha calzado aún los tacones, pero el broche de la mantilla de Pepi Valle lanza destellos cuando le da el sol. No se ha calzado aún los tacones, pero Pepi Valle, hermana mayor de las manolas de la Virgen de los Dolores está ya en el Puig de Missa de Santa Eulària. Hace unos minutos que ha comenzado la Pasión del Señor en el templo, falta una hora y media para que comience la procesión del Santo Entierro y ella ya está allí. Como lleva haciendo 26 años. «Desde 1997», explica Pepi, que la primera vez que salió de manola en una procesión, en su Almería natal, apenas tenía 16 años. «Entonces llevaba unos taconazos...», recuerda Pepi, que este Viernes Santo luce el mismo vestido de encaje negro que llevó aquel 1997. Pepi sube al porche de la iglesia, donde acaba de arreglarse. Los tacones, el broche bien derecho... A su alrededor, las imágenes. «Esperan aquí para que el sol no marchite las flores», comenta el presidente del Consell de Ibiza y cofrade de Santa Marta, Vicent Marí.

La misa, que puede seguirse desde el exterior, por los altavoces, avanza cuando empiezan a congregarse los primeros penitentes. Con el capirote bajo el brazo y la lengua fuera, resoplando. Cosa de las cuestas y los tramos de escaleras. Resopla también Rosa mientras viste de apóstol a su hijo. El niño hace el amago de quitarse la chaqueta antes de ponerse la túnica. Hace calor. Pero su madre le quita la idea de la cabeza, la misma por la que le pasa el ropón. Hace calor, pero dentro de un rato, cuando el sol que se pone tras las colinas deje de calentar, el pequeño apóstol agradecerá la decisión de su madre, que resopla una vez más, de alivio, al acabar de ajustarle el fajín justo en el momento en el que en la misa pasan el cepillo. Un dinero que se destinará «a los afectados por los terremotos de Siria, Turquía y Jerusalén», resuena en los altavoces.

También resoplando, y sudorosos, acaban quienes se encargan de sacar las imágenes (todas menos el Cristo de la Oración, que una grúa descuelga sobre una loma de rosas y lirios blancos) del porche, bajarlas por la escalinata y colocarlas sobre las estructuras con ruedas. Las maniobras son complicadas. Decenas de personas asisten a ellas. Conteniendo el aliento en más de una ocasión. Especialmente cuando le llega el turno al Cristo Yacente. Es la imagen más pesada de la procesión de Santa Eulària. Casi media tonelada de devoción. Varios cofrades del Nazareno se sientan en el murete del Puig de Missa. «No nos mancharemos, ¿no?», se preguntan mirando sus hábitos blancos, recién lavados y planchados. El reducido grupo de legionarios apura los últimos cigarros antes de comenzar a desfilar. «Venga, Rafa, ayuda», exhorta el más veterano al más joven, señalando el grupo de hombres sudorosos que van ya, abriéndose camino entre la multitud que se congrega ya a los pies de la iglesia, en busca de la última de las imágenes.

Centenares de personas flanquean la subida al Puig de Missa cuando faltan unos minutos para las ocho. Expectantes. Buscan el mejor encuadre con sus móviles, tratando de que el sol, que aún no se ha escondido, no les haga mucho contraluz. Un silencio largo precede a los primeros toques de tambor. Al «¡Al paso!» que grita Isaac. A las primeras zancadas de los romanos que, cargando con una enorme cruz de madera, abren el Santo Entierro de Santa Eulària. El centurión se abraza a su falcata, que reluce con las últimas luces del día. El Viernes Santo se apaga. Se encienden las velas y las lucernas. Las que llevan en sus manos los penitentes. Las que resaltan entre las flores. Las que iluminan los rostros de las imágenes, despertando centelleos en coronas, pasamanería, en los pendientes de Verónica y hasta en las cuatro lágrimas que surcan el rostro de la Dolorosa que, rodeada de sus manolas y seguida por decenas de fieles, se pierde Puig de Missa abajo, rumbo al centro de la localidad, donde miles de personas aguardan la procesión.

Horas de camino que algunos afrontan con los pies desnudos. Descalzos. Testimonio de promesas quién sabe si ya atendidas. O aún por atender. «Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por aquellas que permanecen desatendidas», escribió Santa Teresa de Jesús. «No he hecho promesas», afirma Pepi Valle, hermana mayor de las manolas, que camina en silencio, concentrada. Con el mismo vestido de encaje negro que llevó hace 26 años, en su primera vez en el Viernes Santo de Santa Eulària. Con su mantilla, prendida con el broche de cristales ya derecho. Y con sus tacones, que no son tan altos como los que lucía cuando era joven.

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