El otro Fin de Año

Las uvas, solo y bajo un olivo en Ibiza

Reparten 260 menús solidarios entre refugiados, trabajadores a los que ni su sueldo les permite alquilar una casa, familias enteras que duermen en una habitación por la que pagan 800 euros y desahuciados sociales que se cobijan en bosques y casas abandonadas

José Miguel L. Romero

José Miguel L. Romero

Mientras al caer la tarde decenas de personas brindan (bulliciosas) y comen en la bahía de Talamanca (algunos, ya saciados, dejan sus platos sobre la pasarela o en la arena) y en la plaza del Parque se vive el último tardeo de 2022, mientras usted prepara los langostinos y los canapés, mientras las peluquerías no dan abasto para peinar, secar y tintar cabellos, poco a poco se va formando una cola silenciosa a las puertas de la sede de Cáritas en la calle Carlos III de Ibiza. Dentro, tres voluntarios (uno de ellos de 16 años), una mujer en prácticas, una educadora social (Esmeralda García) y una monitora (Virginia Aranda) ordenan y empaquetan los táperes biodegradables que acaba de traer Pilar Escandell, gerente y propietaria del catering S’Olivera, y que contienen los 260 menús de Nochevieja (una decena más que los cocinados por Navidad) que repartirán esa noche entre usuarios de la entidad y de Cruz Roja.

Cuatro cocineros prepararon esos menús (financiados por el Consell) el viernes y ese mismo día los envasaron al vacío y etiquetaron (para que los comensales supieran cuáles son sus ingredientes), cuenta Escandell. Tiene tres platos: primero, crema de marisco; segundo, suquet de rape y cigalas; tercero, postre de chocolate con harina de algarroba, más uvas y una botella de agua.

Quien se los lleve deberá calentarlos, y eso, en cierta manera, es un problema para quienes viven en la calle o al raso en los bosques, que no son pocos de los que aguardan en la cola. Muchos, tras recoger los paquetes, suben al comedor de Cáritas, en la primera planta, meten los táperes en el microondas y se los comen allí mismo. No tienen otra opción si quieren cenar caliente. Hay ocho apuntados en una lista para usar ese comedor, pero ya a las 19.15 horas, 30 minutos después de iniciarse el reparto (adelantado 15 minutos para no hacer esperar a nadie), ya hay ocho sentados allí.

La primera en llegar a Cáritas es una brasileña. Viene a por dos menús, el suyo y el de su marido, colombiano. Ella, que llegó a la isla hace 11 meses, no tiene ya trabajo (limpia casas y villas lujosas en verano). Lo que gana él apenas les da para pagar el alquiler. «No alcanza», explica, por lo que cada semana se ve obligada a recurrir a Cruz Roja para conseguir alimentos. Es la primera vez en su vida que precisa ayuda para cenar en Fin de Año.

«En Vila no se puede dormir en la calle. Hay malas intenciones»

En la cola esperan personas y familias con vidas al límite, algunas ya quebradas y con difícil solución. Los hay desesperados, pero dignos; los hay lastrados por sus mentes confusas; los hay que, pese a su edad avanzada, siguen luchando. Juan González Sánchez tiene 70 años y cobra la pensión mínima, que sólo le permitiría «pagar, como máximo, un alquiler de 300 euros», lo que es misión imposible en la isla del lujo y la codicia. Vivía en la calle hasta que hace un mes un marroquí le invitó a compartir un habitáculo abandonado que ha adecuado en la bahía de Portmany. Allí no tiene que pagar nada. El africano trabaja, pero lo que gana tampoco le da para tener su propia casa. González prefiere vivir en Sant Antoni: «En Vila no se puede dormir en la calle. Hay malas intenciones». Tras recoger su táper, llegará en autobús al otro lado de la isla, donde calentará esa comida en un hornillo de campo.

«Llevo dos días sin comer», cuenta Mohamed, que mastica unos dátiles que le acaban de dar en un comercio cercano. Tiene… no sabe qué años tiene. Quizás 55, puede que 53 o 61… Cree que nació en 1969, pero tampoco lo tiene claro

«Llevo dos días sin comer», cuenta Mohamed, que mastica unos dátiles que le acaban de dar en un comercio cercano. Tiene… no sabe qué años tiene. Quizás 55, puede que 53 o 61… Cree que nació en 1969, pero tampoco lo tiene claro. Por las profundas arrugas de su cara parece bien entrado en los 60, pero quizás ese rostro ajado sea el resultado del castigo que supone vivir al raso. Sólo recuerda que llegó a Ibiza en 1985 y que desde entonces ha trabajado en todo: «He pintado, he cuidado jardines, he trabajado en la construcción…». Tantos años que habla perfectamente catalán. Ya no trabaja en nada y, confiesa, tiene orden de alejamiento de su hija. Vive «sin un duro», «rodeado de basura y chatarra» cerca de la rotonda de Juan XXIII, bajo un olivo, cobijado sólo por un trozo de plástico y una manta: «No tengo nada, pero soy feliz», aunque también se le escapa que vive «sin ganas». Lleva dos años celebrando el Fin de Año solo. Y es el primero que acude a Cáritas.

Cuatro en la habitación

Alba vive con su marido, su hermana y el hijo de esta en una habitación por la que pagan 800 euros. La pareja duerme en la cama; su hermana y su hijo, de 18 años, sobre la misma «colchoneta». Colombianos, llegaron hace medio año a la isla, dice Alba que huyendo: «Si nos quedábamos, mataban a mi marido». Sólo él trabaja, en la construcción. Recoge los cuatro paquetes y se van a celebrar el Año Nuevo a esa habitación, donde dice que pasan «mucho frío».

Alba vive con su marido, su hermana y el hijo de esta en una habitación por la que pagan 800 euros. La pareja duerme en la cama; su hermana y su hijo, de 18 años, sobre la misma «colchoneta»

En la cola hay una pareja de colombianos que ha acudido junto a su hija de siete años («a punto de cumplir ocho», avisa) y su hijo de 11. Él, jardinero y obrero de la construcción, se quedó en noviembre sin empleo. Cree que quizás en enero le vuelvan a contratar. Viven provisionalmente en Santa Eulària, después de que les echaran de la casa que tenían alquilada en Cala Llonga: «No querían niños», cuenta entre susurros.

Un subsahariano pregunta si el menú contiene cerdo. Se tranquiliza cuando le responden que todo es halal. Se lleva cuatro paquetes. Otra mujer, agradecida e impecablemente vestida, abraza a un voluntario tras llenar su carrito con otros tantos menús. Llega una ucrania, muy sonriente y que apenas farfulla alguna palabra en castellano. El goteo es incesante: una señora con su hijo mayor de edad, otra que llega con sus dos retoños menores… Zana Marsenic, nacida en Sarajevo, conecta un pequeño altavoz a su móvil para escuchar, a las puertas de Cáritas, música heavy. Cuando le dicen que el menú contiene pescado, hace ademán de irse: «Soy alérgica al pescado. Y al chocolate». El postre, por tanto, tampoco podría comerlo. «Espera un momento», la detiene Esmeralda García. La educadora social sale corriendo hacia el supermercado cercano para comprar algo para Marsenic, pero justo acaban de cerrar. «Pues me voy», vuelve a decir la serbiobosnia, y García la vuelve a parar. «Espera», la conmina de nuevo. No quiere que se vaya sin nada. Y rebusca en el almacén de Cáritas, del que sale con varias latas, pero Marsenic sólo se queda con la de raviolis con huevo y carne y con la de melocotón.

La educadora social sale corriendo hacia el supermercado cercano para comprar algo para Marsenic, pero justo acaban de cerrar. «Pues me voy», vuelve a decir la serbiobosnia, y García la vuelve a parar. No quiere que se vaya sin nada

No queda claro cómo las calentará, pues vive en la calle, pero asegura que está saciada. Quizás no cene. A mediodía, como desde hace 12 años, comió en Cáritas: «Estoy harta de tanta comida», confiesa. Según ella lo ve, es el mundo al revés: «Esta noche habrá mucha gente que no pueda preparar un plato de carne o de pescado. Pero ya ves, yo estoy saciada. A nosotros, los que vivimos en la calle, no paran de darnos comida». Vive en un portal de Vía Púnica: «Los vecinos me tratan muy bien. Me dan dinero, me dan tabaco». ¿No es peligroso? «Hace unos días se me aproximó un hombre y me dijo que echáramos un polvo. Le dije que como me tocara le partía la cara».

Es la primera vez en su vida que se ve en esta situación. «Paso por un bajón. Quizás 2023 será mejor»

Pedro, ibicenco de 41 años, llega sigiloso. Recoge dos paquetes. Lleva tres meses sin trabajar en la obra. Su pareja está empleada en una ONG, pero con lo que gana apenas les da para nada. Es la primera vez en su vida que se ve en esta situación. «Paso por un bajón. Quizás 2023 será mejor».

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