Uno de los errores básicos elaborados por nuestro pensamiento y educación consiste en juzgar el dolor como algo malo, un problema que hay que evitar a toda costa. La práctica de mindfulness nos invita a aceptar y sentir el dolor, pues solo quiere ser sentido: si le damos la atención y el amor que nos pide poco a poco se disuelve. Llega un día en que la herida no vuelve a abrirse.

Los maestros de mindfulness hacen especial hincapié en la diferencia entre el dolor y el sufrimiento. El dolor, insisten, ya sea emocional o físico (y siempre están conectados) es un fenómeno pasajero, que necesita brotar en la consciencia. Cuando se trata de un dolor crónico, suele provenir de una experiencia repetida en la infancia: es reflejo de una etapa en la que, sin ser realmente conscientes de lo que estaba pasando, enfrentamos injusticias, abuso personal o ejercido en nuestro entorno más cercano, incoherencia, mentiras o simplemente falta de amor y atención. Las dolencias suelen ser comunes.

El principio de realidad de un niño se configura mediante el ejemplo, y todo lo que experimenta en sus primeros años de vida forma parte de la normalidad ya que no hay otro referente. Estas experiencias tempranas elaboran nuestro sistema de creencias acerca de lo que es la vida (el trabajo, el amor, las relaciones, la bondad, etc.) y dichas creencias laten en nuestro inconsciente, dominando nuestra conducta sin que nos demos cuenta siquiera. Cuesta tiempo y consciencia llegar a identificar estas creencias extraviadas en el inconsciente, que además tendemos a reproducir si no les ponemos límites: nos es impuesta y además la imponemos en los demás. La práctica de mindfulness suele ayudarnos a detener este ciclo.

Una forma de luz

Nuestro cerebro cognitivo no se desarrolla completamente hasta los siete años, por lo que toda experiencia previa a esa edad queda acumulada en nuestro inconsciente y luego hace por llamar nuestra atención. Es decir, esa información emocional quiere que nos hagamos conscientes de que reside en nosotros, necesita que seamos capaces de procesar lo que sentimos siendo niños, para sanarnos. La consciencia es una forma de luz muy insistente que proveniente de la verdad interna: somos nosotros mismos quienes provocamos que se repita ese dolor, lo perpetuamos de manera inconsciente una y otra vez, una y otra vez, hasta que finalmente le otorgamos atención plena y amor a ese niño herido, y deviene la comprensión. La herida es el lugar por el que entra la luz, escribió el poeta sufí Rumi.

La herida, sobra decirlo, es precisamente la falta de atención que sentimos de niños, o en casos más extremos el abandono o rechazo. No se trata de juzgar a los padres como buenos o malos, mejores o peores, se hace lo mejor que se puede conforme a heridas heredadas y experiencias vitales: todos sabemos que es una labor ardua que requiere mucha generosidad. Forma parte de toda experiencia humana la asimilación y sanación de los dolores que sentimos de niños, somos en parte esa herencia que nos viene dada. Pero repito, si juzgamos esos dolores como algo malo y nos negamos a sentirlos, es decir si los rechazamos por medio del pensamiento, se genera el sufrimiento. En realidad estamos rechazando a ese niño que vive en nuestro interior, que aún sigue reclamando la atención que no le fue dada. La única medicina es la atención, es decir el amor: hay que permitir el dolor, de lo contrario le damos la espalda a ese niño, y su herida se acrecienta.

Para que ese dolor pase necesita ser sentido plenamente, no pensado. Pero la diferencia no está clara porque el pensamiento nos engaña: creemos que al analizar el dolor y sus causas lo estamos resolviendo. Todo lo contrario, al analizarlo lo estamos evitando y rechazando, pues el fin de ese análisis es librarnos de él. ¿Qué procura el pensamiento? Precisamente resolver el conflicto, para no permitir el dolor corporal-emocional que requiere esa sanación.

Cada vez duele menos

Mojamos el pie en el dolor, la vida nos obliga: por eso cada vez duele menos. Sin embargo tendemos a salir despavoridos inmediatamente, creemos que es lo correcto porque nos han educado a creer que el dolor es malo, nos dicen que hay librarse de él. Y al tratar el dolor como una enfermedad tropezamos con la misma piedra: no permitimos que nos cure. Recordemos la historia de Sísifo, un personaje de la mitología griega conocido por empujar cuesta arriba una piedra que, antes de llegar a la cima, vuelve a rodar hacia abajo, repitiéndose una y otra vez el frustrante proceso. Todos guardamos algún dolor enquistado, esperando a que nos armemos de valor y dejemos de condenarlo, de rechazarlo y de darle la espalda. Aguardando a que nos permitamos sentirlo. Sin embargo nos enfrascamos en analizar, buscamos culpables (el otro o yo mismo) y le damos vueltas y más vueltas a lo mismo… hasta que la espalda se nos agarrota o enfermamos.

Nuestros dolores suelen ser repetitivos, como heriditas que creíamos que estaban sanadas y de repente supuran otra vez. Nos conviene arrojar un poco de luz sobre los engañosos procesos a los que nos somete nuestro pensamiento para no vivir tropezando eternamente con la misma piedra: ésa es precisamente la intención y el regalo progresivo que nos aporta la meditación. Por medio de la práctica de mindfulness, poco a poco se hace evidente que al pensar y analizar eso que queremos evitar, solo conseguimos crearlo, perpetuarlo, y generar sufrimiento. Dejemos pues de pensar y empecemos a sentir. El cuerpo nos da las claves.