Con caminar pausado, mirada brillante y una sonrisa permanente, las monjas misioneras Maria Victoria Escandell Tur, Esperança Roig Torres y Antonia Tur Ribas explican sus vivencias en países de América Latina y África, donde llevan proyectos de ayuda a la población autóctona. Las unen dos características: ser «ibicencas de pura cepa», como dice Antonia, y tener una vocación por ayudar a los demás que las ha llevado a viajar y a vivir rodeadas de miseria, pobreza y violencia durante años.

Victoria está destinada actualmente en México, en el céntrico estado de Hidalgo, donde se dedica a obras misionales en las que imparte catequesis por las iglesias de la zona y ayuda a familias pobres de los pueblos con problemas estructurales. «Hay casas con desastres familiares muy graves, hombres que abandonan a sus mujeres y las dejan a cargo de los hijos y en situaciones muy precarias», explica la misionera.

Esta mujer, de 68 años, lleva más de dos décadas como misionera. En 1984 llegó a la República Democrática del Congo, donde ejerció como enfermera atendiendo a personas con enfermedades tropicales. Victoria recuerda que durante esos años, el Consell Insular colaboró en la construcción de un centro de desarrollo para la mujer y trabajó durante muchos años promocionando la labor de las mujeres. La monja cuenta divertida que tuvo que aprender a hablar suajili.

Una de las etapas más duras de su vida tuvo lugar en 1994, cuando estalló la guerra de Ruanda. La monja se emociona al recordar aquella época. «Buscaba cosas para los refugiados que estaban en los campos de Goma. Cuando los militares se dormían, ellos atravesaban los campos hasta llegar hasta nosotros, que les dábamos alimentos, medicamentos y vestidos». Un año más tarde la destinaron a Ruanda. «Cuando llegamos allí el genocidio ya había destrozado todo. Yo me ocupaba de los niños malnutridos, y muchos lamentablemente se morían», cuenta Victoria. Después de tres años, la enviaron a Camerún donde, con la colaboración de Ibiza Diócesis Misionera, construyeron un hospital de maternidad y se ocupaba de un centro de formación para la mujer.

«Yo no he vivido situaciones tan dramáticas como las de Victoria, pero también me enfrento cada día a la pobreza», cuenta Esperança, quien vive desde hace 23 años en la ciudad de Trujillo, en Perú. Trabaja en una barriada de unos 200.000 habitantes, donde han costruido una escuela, subvencionada por el Fons Pitïús de Cooperació, para 80 niños y un comedor infantil en el que sirven 150 raciones diarias. «No tenemos una ayuda fija, vivimos de la providencia y de la buena gente», explica Esperança, que agradece la «buena voluntad de los ibicencos que tanto colaboran en los proyectos de manera anónima». La misionera cuenta que la vida allí no es fácil, aunque añade: «todas las dificultades que hemos tenido nos han ayudado en nuestra manera de ser y convivimos con gente muy acogedora».

La última de las misioneras, Antonia Tur, nació en es Cubells y cuenta que desde pequeña tuvo vocación de misionera. Estudió magisterio, psicología y enfermería, y siempre mantuvo sus ganas de ayudar a los demás. En los noventa la destinaron a la cordillera de los Andes, donde trabajaba con comunidades indígenas. Después de diez años coordinando proyectos de Ibiza Misionera desde la isla, ahora vive en la capital de Perú, Lima, desde el 2008, donde ayuda pastoralmente a una comunidad de las afueras de las ciudad.

Ahora las tres se encuentran de vacaciones en Ibiza, y después volverán otra vez a México y a Perú. Las misioneras recuerdan que el 15 de agosto es el día en que se reza por los misioneros y se realiza una colecta que ayuda a respaldar económicamente a los proyectos.