En cierto modo análogo a como ocurre en ´Los muertos mandan´, de Blasco Ibáñez –al que se cita e intuye en la obra–, el primer capítulo se desarrolla fuera de la isla, pasando luego igualmente a centrarse –aunque bajo otro enfoque y pretexto- en el referido costumbrismo isleño, debidamente contextualizado en su entorno natural. Con ello, el autor tiende la mano para que le acompañemos en un recorrido por la Ibiza de entonces, haciéndonos partícipe de sus intensas emociones ante determinados paisajes o relevantes manifestaciones de la cultura popular.

En este último sentido, su autor se desvela como uno de los primeros ibicencos que, tras V. Ferrer Saldaña (1868), quisieron dejar fiel constancia del patrimonio popular isleño. En este caso, sirviéndose del testimonio escrito para completar y ampliar la información costumbrista contenida en sus óleos y fotografías. Íntimamente vinculado con aquellos círculos isleños que, a comienzos del siglo XX mostraron interés por conocer el pasado de los trajes tradicionales, reconoció las «figuras burdamente pintadas» en el púlpito de Sant Antoni (análogas a las de Sant Josep) como valioso reflejo de algunos de los que, por antiguos, ya hacía mucho tiempo que habían desaparecido. Tosquedad pictórica que en el caso de la mujer vendría a subsanar, e introducir alguna modificación, a través de uno de sus magníficos lienzos, específicamente dedicado a ese «antiguo traje de nuestras campesinas».

Asimismo, en conformidad con la corriente cultural de la Agrupació d´Estudis Eivissencs Ca Nostra –a la que pertenecía– no dejó de referirse al clauer –estrechamente relacionado con dicho vestido–, tanto desde el punto de vista descriptivo como desde el referente a su significado y oportuna contextualización social. Llegó incluso a imaginar el orgullo con que dichas payesas lucirían ese llavero, o atributo de poder doméstico, colgando desde su cintura, tras haberlo recibido –en una de las fórmulas de transmisión– de manos de su esposo el día de la boda. Lo cual a su vez constituye una de las primeras referencias bibliográficas identificadas al respecto, y que por su parte enlaza con toda la documentación de archivo, sobre joya y traje, desvelada por la investigación actual.

Al tratar aquellas otras variantes indumentarias que por entonces también habían caído en desuso, pero cuya contemplación aún era posible en ocasiones tales como el carnaval, no dudó en mostrar su preferencia por la gonella (negra), en función de su esbeltez, armonía de color y sobriedad. Al tiempo que, al referirse a las de color y hechura más amplia, todavía con implantación social, compensaba su ímplicita menor elegancia con su validez para dejar imaginar –más que por permitir reconocer–, las formas femeninas ocultas bajo tanta ropa. Y es que, en su opinión, la tendencia del hombre, en todos los actos de la vida, era la de buscar el misterio, pues –según igualmente manifestaba– cuando éste se desvanece, ya no existe interés.

Por otro lado, y en conformidad con las consideraciones que algún comentarista o crítico de arte había hecho sobre esos acampanados vestidos, al reconocerlos con protagonismo en sus cuadros, Puget establecía acertadamente su comparación con el antiguo miriñaque llevado por sus abuelas. Si aquellas –alegaba– recurrían a la colocación interior de «una especie de jaula de alambre o de finas ballenas», las payesas ibicencas se valían hasta de quince enaguas, con el mismo propósito. «Tan almidonadas que, de ponerlas al suelo, se aguantarían derechas».

Resulta difícil, a la hora de presentar este trabajo, tener que limitarnos a los ejemplos expuestos. A las descripciones sobre la misma indumentaria, joyería o peinado, vienen a sumarse aquellas relativas a otras diversas manifestaciones, costumbres o leyendas. Dejando aparte el hilo argumental de la obra –fundamentado en diversas excursiones por la isla– y los consiguientes cuadros escénicos, en los que el autor pudo establecer alguna conmovedora comparación entre puntuales actitudes del hombre y las del mundo animal, no precisa y necesariamente a favor del primero. Al tiempo que nos advertía de que pasáramos por determinados parajes como pasan los pájaros, sin modificarlos con edificación alguna, reservándolos sólo para el mar y el viento.

Como bien decía L. Gálvez (quien en su día le escribió el prólogo), en este libro Puget volcó su alma, liberando su pluma de preocupaciones retóricas, así como sorprendiendo con altura literaria al transmitir determinadas imágenes. A ello podemos añadir que a su vez contó con una representativa bibliografía, exponente de su notable nivel cultural. De esta forma dejó constancia de todo aquello que le hacía amar apasionadamente a Ibiza. Una Ibiza en la que –nuevamente según Gálvez– los hombres habían desterrado el traje tradicional, y su ejemplo ya cundía en las al·lotes, anunciando nuevos tiempos. «¡Pobre Ibiza –llegaba a pronosticar–, el día que haya obreros parados en tus calles, y se maten en el campo tus al·lots por afanes de dinero, en vez de por ansias de amor! Tus payesas vestirán de señoritas, y se pintarán los labios y los ojos, esos ojos claros y serenos como los del Poeta», que por entonces aún miraban «puros, como sus almas, como el alma Blanca de la Pithyusa, dormida en sus tradiciones….».

La intención de difundir la imagen de esa Ibiza ya incipientemente añorada es la que subyacía en la referida producción pictórica y fotográfica de Puget. La misma que –en ese último aspecto– le habría llevado a colaborar con personajes tan representativos a nivel local como P. Marí Cala, o a asesorar –junto con el también notable pintor J. Tarrés–, a otros tan afamados como J. Ortiz Echagüe. La que, desde el desempeño de funciones turísticas, le movería a conjugar la corrección indumentaria con la sensibilidad artística en las exhibiciones folklóricas…La misma intención, en definitiva, pero siempre con matices nuevos, que volvemos a reconocer a través de la faceta olvidada como escritor de este ilustre ibicenco.