Memoria de la isla: De la iglesia menguante

«La caridad no está en acudir a la iglesia, hincarse de rodillas ante las imágenes de los santos y en repetir determinado número de oraciones. Dios no necesita de esas cosas. San Pablo dice que la caridad está en remediar las desgracias del prójimo como si fueran tuyas y San Juan de la Cruz añade que en el atardecer de la vida sólo seremos juzgados en el amor». ‘El Enquiridión’. Erasmo de Rotherdam.

Catedral de Ibiza.

Catedral de Ibiza. / Vicent Marí

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Porque la vida acaba como acaba —siempre mal, se mire como se mire—, es lógico que una institución como la Iglesia perdure en el tiempo, siendo que nos ofrece, gratuitamente, la resurrección de la carne y una vida perdurable en un Mas Allá del que sólo ella tiene la llave. ¡Qué cosas!

Hasta bien entrados los años cincuenta, el estamento que en Ibiza tenía más ascendiente sobre el personal, sobre la vida que todos hacíamos, era la Iglesia. Las campanas de los templos —las de la Catedral y Sant Elm en la ciudad— marcaban las horas. Llamaban a Misa por las mañanas, al Ángelus al mediodía y al Santo Rosario en las atardecidas. Y el almanaque payés, rabiosamente referido a la tierra, más fiado a las lluvias y soles que a los dioses, y que atendía básicamente al tiempo —el que hacía y el que pasaba—, quedaba arrinconado por el impositivo Año Litúrgico del Adviento, la Navidad, la Cuaresma y la Pascua. Cada día tenía su Virgen o su Santo y hasta el nombre de los pueblos era un santoral: Santa Gertrudis, Sant Mateu, Sant SCarles, Sant Vicent, Sant Antoni, Sant Llorenç, Sant Josep, Santa Eulària, Sant Miquel, Sant Jordi, Santa Agnès, Sant Rafel, Sant Joan y Ntra Sra de Jesús. Sólo es Cubells era la excepción. Y luego estaba la autoridad moral de los sacerdotes que nos educaban, nos aconsejaban, nos advertían y, cuando se terciaba, nos sermoneaban y amenazaban. Mientras, nosotros, pobres pecadores, quedábamos en sus manos porque necesitábamos que nos confesaran y nos dieran la absolución para no acabar en el Infierno.

En los últimos 50 años, la sociedad ibicenca ha cambiado en todos los aspectos y no ha sido una excepción la religiosidad, la vivencia y práctica del hecho religioso. No es algo, por supuesto, que haya ocurrido sólo en nuestras islas. Ha sido un fenómeno generalizado que tiene nombre, secularización, una desaparición paulatina de los signos, valores, prácticas y comportamientos que se consideran identificativos de nuestra confesión católica, apostólica y romana: un fenómeno, por otra parte, que en un lugar tan pequeño como es una isla, ha tenido cierta singularidad y significativas señales.

El aviso

Fue un aviso, por ejemplo, que el Seminario Conciliar se convirtiera en una guisa de aparthotel para turistas. Que bajara la persiana fue un síntoma, uno más, de que el clericato hacia aguas y de que el hecho religioso se empezaba a vivir de otra manera, con la deriva que ha llegado a nuestros días. Porque si tenemos en cuenta la actual población de la isla, cualquiera puede ver que la clientela que hoy tienen las parroquias está bajo mínimos. Y lo estaría aunque se llenaran. Sucede que somos muchos los bautizados, pero los practicantes una pequeña minoría. Con una simpática y alarmante conclusión: si tuviéramos que creer la amenaza que conlleva el precepto dominical de asistir a misa los domingos y fiestas de guardar, el 99 % de nuestra población estaría viviendo en pecado mortal y condenada a las calderas de Pedro Botero. Hoy, afortunadamente, tales ideas no cuelan.

Pero tampoco quiero exagerar. El hecho de que en nuestros días y en materia de creencias cada quien haga de su capa un sayo, no significa que podamos obviar alegremente el hecho religioso en el que crecimos y que en buena medida explica nuestra biografía. Tal vez la costumbre justifica en muchos casos que sobrevivan y se exterioricen con fuerza determinados gestos religiosos. Un caso llamativo lo tenemos en las procesiones que en Ibiza van a más, con nuevas imágenes y cofradías. Sería interesante analizar qué motivos existen para que no se corresponda el fervor procesional que digo con las iglesias vacías y con el escaso interés que despiertan los oficios y cultos de las parroquias. Cabe suponer que el éxito de las procesiones tiene que ver con las teatralización que ofrecen los desfiles con sus antorchas, músicas y capirotes; o con el aire de festiva excursión que tienen procesiones como la salida marítima de la Virgen del Carmen. Habrá que ver, en cualquier caso, en qué quedan estas manifestaciones que, por cierto, ya utiliza como evento folklórico, típico y tópico, determinada cartelería turística.

Hubo tiempos en los que los latinajos que los curas utilizaban en las liturgias impedían la participación de los fieles y se necesitaban otras manifestaciones religiosas que resultaran significativas, reconocibles, populares y con fuerte impacto visual, de aquí las imágenes de vírgenes, santos y ‘pasos procesionales’ que ayudaba a leer los obtusos misterios religiosos, al tiempo que canalizaban y facilitaban las devociones. Esto explica también que, en cierto momento, aparecieran los actos sacramentales, las representaciones y, por supuesto, las procesiones, con su bellísima escenografía salía a la calle y conturbaba al personal. De aquella imaginaría son buenas muestras las Dolorosas, el Santo Cristo del Cementerio, hoy en el Convento, y el Santo Sepulcro de la Catedral. Las procesiones, en fin, nacieron en el Medievo y proliferaron en los siglos XV y XVI con el espaldarazo del Concilio de Trento y la Contrarreforma como respuesta católica a la Reforma Protestante de Lutero.

La salud de las procesiones

Lo sorprendente es que, con lo que ha llovido desde entonces y a pesar de la imparable secularización que vivimos, mantengan la extraordinaria salud que tienen cuando la religión apunta, según todos los indicios, a la vivencia interior, a la intimidad, con reflejo exterior únicamente en aquello que uno hace o deja de hacer. Es aquello que leemos en las Escrituras: ‘por sus obras los conoceréis’. 

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