Memoria de la isla

Del mercado de Ibiza a la mesa

Mal andaríamos si creyéramos a pie juntillas que somos lo que comemos, porque mientras fuimos creciendo, allá por los 40 y los 50, hubo días en que nuestra mesa fue la de Alonso Quijano, «olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos». Aún así, no dejamos de crecer y hoy, muchos años después, nos sorprende la memoria que de aquellas modestas viandas retenemos. Nuestro paladar recuerda antiguos sabores que nos recuperan momentos casi siempre felices de nuestra niñez.

Hortalizas en el Mercat Vell.

Hortalizas en el Mercat Vell. / TONI ESCOBAR

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Ibiza ciudad. Años 50. Como en las casas no había nevera, nos servíamos del portante de las bicicletas para ir a comprar hielo en la que, eufemísticamente, llamábamos Fàbrica de Gel. Teníamos dos, una en la carretera de Sant Josep, en los bajos de ses Cases d’en Patriciet, y otra junto al Matadero Municipal, en la carretera de Sant Joan. Aquello del estado sólido del agua me fascinaba. Comprábamos el hielo en barras que eran de un metro, pero que nos partían para que nos lleváramos un cuarto o la mitad. Bien envuelta en tela de saco, la llevábamos a casa espiritados. Mi familia vivía en el 2º pìso de cas Saboner, el edificio almagre de Campos, y el problema era que al subir la escalera con la barra de 4 o 5 kilos abrazada al pecho, el hielo quemaba. Aprendí que el frío duele. Ya en casa, me dejaban trocearlo con un martillo, no demasiado, y metido en un barreño que cubríamos con una sábana limpia nos proporcionaba un frigorífico casero.

Don Ernesto, el maestro, nos dijo que aquello no era nuevo, que ya en la Prehistoria, las gentes de las montañas acumulaban la nieve para conservar en ella sus capturas de pesca y caza. Y para que lo entendiéramos, —nos fastidiaban sus ejemplos, porque éramos niños, pero no tontos—, añadió que de la misma manera que nuestros payeses recogían la sal que quedaba al evaporarse el agua de mar en los huecos de las rocas costeras, en els cocons, los hombres primitivos ya aprovechaban el hielo que las nieves dejaban de las montañas. A Enrique Alonso Palomo, mi compañero de pupitre que siempre le llevaba la contraria, le faltó tiempo para apuntillar que aquello era sólo en invierno y que nosotros, en Ibiza, también teníamos hielo en verano. Y don Ernesto, que tenía la última palabra, para eso era el maestro, añadió que aquellos hombres, familiarizados con la nieve, la almacenaban en grandes fosas y grutas de las montañas que daban al norte, lo que les permitía conservarla casi todo el año.

Una infancia sin nevera

Hoy diría que el hecho de que en nuestra infancia no hubiera nevera en nuestras casas tenía ventajas. Al no poder almacenar los alimentos, los consumíamos frescos, la carne casi recién sacrificada en el Matadero y los pescados pocas horas después de su captura. Recuerdo que las gambas, los cangrejos y los pulpos llegaban vivos a casa. Nuestras madres iban cada día al Mercat de fruites i verdures, a la Peixeteria si se terciaba y a ca na Felix, la chacinería de Vara de Rey si había matanza. Y si no se iba a la Plaza, se acudía a las tiendas del barrio, Ca na Junqueretes, Ca na Barrinola, Can Fonoll o Ca na Pepa Bruta. Y no era mala la orientación matinal que daba de productos y precios el pregonero en las esquinas. Pero eso sí, cuando la oferta era buena, había que salir a escape con el cesto. En los colmados comprábamos los productos no perecederos, aceite, sal, arroz, harina, huevos, aceitunas, legumbres a granel, azúcar, bacalao y sardinas de casco. Todo ello se guardaba en el rebost, despensas y alacenas.

Sopa de letras

Y de lo que después nos llegaba a la mesa, estoy seguro que los viejos de la tribu guardamos muy precisos recuerdos. Niños entonces, teníamos nuestras particulares filias y fobias. Nos fastidiaban las sopas, especialmente si eran de letras. ¡Bastante letras teníamos en los cuadernos de caligrafía! Y cosa mala fueron también las verduras hervidas que nos parecían comida de enfermos. A mí —y disculpen que personalice— me gustaban los garbanzos y las lentejas, aunque luego me reñían por la pedorrea. Por las noches, una cena común era el huevo frito. Nos chupábamos los dedos rebañando la yema con patatas fritas. También era comida frecuente el bacalao que entonces era barato, casi comida de pobres, no como ahora que es producto gourmet. En casa se compraba seco, se dejaba en remojo tres días para que se hinchara y frito, bien rebozado con huevo y harina estaba muy bueno.

El pollo sólo lo veíamos de uvas a peras. El pollastre payés alcanzaba los 4 o 5 kilos y su carne era contundente, parecida a la de caza. El hecho de que fuera caro explica que el vecindario lo criara enjaulado en balcones y patios, lo que daba a la Marina un aire rural con los quiquiriquíes matinales y algún clarinetazo destemplado cuando dormíamos la siesta. Pasado el Nadal, por razones obvias, se hacía el silencio. Otro cambio importante ha sido el de la leche. La de entonces era leche leche, no el mejunje desnaturalizado de ahora. Era leche fresca, del día, ordeñada unas horas antes. En alguna trastienda del entorno urbano todavía quedaban algunas vacas que luego fueron desapareciendo. Casi toda la leche que se consumía en la ciudad la traían los camiones que hacían el servicio de pasaje y carga entre Vila y los pueblos. Los payeses dejaban enormes lecheras de latón, llenas, debajo de almendros o algarrobos, junto a la carretera, el chofer del camión las recogía y así llegaban a las lecherías donde la comprábamos todas las mañanas.

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