Memoria de la isla | Juegos olvidados, juguetes rotos

«Los niños, ya se sabe, tienen que jugar», oíamos decir a los mayores. Y sí, jugar era una necesidad. Tan importante como comer o dormir. Pero era mucho más. Los juegos y los juguetes nos servían para vivir de forma simbólica lo que después tendríamos que vivir como adultos en la realidad.

Barco de latón.

Barco de latón. / MUSEU DE JOCS I JOGUINES DE FIGUERES

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Con los juegos y juguetes aprendíamos a expresarnos, a compartir y a competir, a ganar y a perder, a seguir unas leyes estrictas y a desarrollar habilidades. Vivíamos para jugar y jugábamos para vivir. Luego hemos visto que aquel mundo mágico no está lejos del que vivimos hoy, ya mayores, cuando lo virtual devora lo real. Puede, incluso, que también jueguen los dioses y que la vida sea un juego, sólo ficción, sólo apariencia.

Entre los 3 y los 6 años, en los primeros cincuenta del siglo pasado, recién llegados a la isla, mi familia vivió, vivíamos, en el último piso del cuartel que la Guardia Civil tenía en Azara. Nuestra vivienda era la única que quedaba por encima del segundo piso, el último de la caserna, y tenía una hermosa azotea. En ella, Carmelo Senén, un cabo que como albañil se hubiera ganado la vida, nos construyó una sólida caseta de ladrillo que tenía que ser para que en ella durmiera, cuando viniera a Ibiza, el abuelo Amalio, padre de mi padre, octogenario, viudo, duro como un roble y de muy mal rasque, que pasaba un año con cada uno de sus tres hijos. Pero, lo que son las cosas, el abuelo se retrasó y la caseta acabó siendo el cuarto de los trastos. Tenía unos 3 metros de lado y un techo como Dios manda, nada de uralita, de auténticas tejas.

Allí fue a parar todo lo que no cabía en la casa, las jaulas que teníamos para criar canarios, tiestos, herramientas, cachivaches de cocina, sartenes, cacerolas y pucheros que no se utilizaban, dos trampas de queso y horca para cazar ratones, una escopeta de perdigones rescatada de un alijo y dos quinqués para salvar los apagones de la Fábrica de la luz, la de Matutes, que estaba detrás del Cine Serra. En aquella caseta acabó también un cajón de madera con todo lo mío, tebeos, álbumes de cromos, algunos juguetes, canicas, un barco de latón, un mecano, el cine EXIN, tres mariposas disecadas en una caja, un rompecabezas, dos tirachinas y mi bien más preciado, los ‘Juegos Reunidos GEIPER’, que había sido un regalo de Reyes. Cuando llegó el abuelo, nos las apañamos con una cama abatible que de día disimulábamos con una funda que era igual a la que tenía la Singer, la máquina de coser.

Destinos forzosos

Ser hijo de Guardia Civil era un coñazo. Que yo recuerde, sólo dos ventajas. La más importante era que el portero del Cine Pereira, el señor Bécares, dejaba que me colara a la luneta si las películas

echaban siempre dos y NO-DO eran ‘autorizadas para menores’; y otra ventaja era que podía utilizar las bicicletas sólo las más viejas que los guardias tenían en el cuartel para salir ‘de servicio’. No hacía mucho que se habían llevado los caballos que daban más empaque que las bicicletas, pero el cambio a mí me vino bien. Sobre todo, porque me ahorraba las 2 pesetas que costaba alquilar, sólo media hora, una ‘máquina’ en Casa Serapio. Y sanseacabó. Aquellas eran todas las ventajas de ser, como nos llamaban no sé por qué, ‘hijos del Cuerpo’. La situación, en cambio, como decía, tenía muchos inconvenientes. De nada serviría recordarlos, pero sí viene a cuento hablar del peor de todos, el incordio que suponían los continuos los traslados. Y es que los llamados en la jerga cuartelaría ‘destinos forzosos’ estaban a la orden del día. Y andábamos, los de la Benemérita, como los cómicos, siempre de mudanzas.

Mi familia no fue una excepción y estuvo siempre de aquí para allá, en Almonacid de Zorita, en Pastrana, en Valldemosa y qué sé yo. Incluso cuando estábamos ya en Ibiza, nos tocó pasar un año en San Juan. Lo explico porque con aquel ir y venir que exigía ir ligeros de equipaje, sucedía que en cada mudanza dejábamos cosas atrás, también las mías. Las que luego pude guardar en la caseta de la azotea eran los restos del naufragio, lo que quedaba de tanta mudanza. Aquellas pérdidas están ahora, por increíble que pueda parecer, entre mis peores recuerdos. Aquellas mudanzas, al robarme los tebeos, los juguetes y los tirachinas, poco a poco me fueron robando la infancia o, lo que es lo mismo, la inocencia y la imaginación.

Hoy sé que, en aquellos tiempos, los grises 50, lo que no aprendíamos en la escuela y en los libros, nos lo enseñaban los juguetes y los juegos, nos lo enseñaba la calle. Sé que para los niños de hoy no tiene sentido jugar con objetos de latón, madera, cartón y trapo, se reirían en nuestras narices si les invitáramos a fer rodar cèrcols de branca d’ullastre, agombolar penques de figueres de moro o a fer sonar cascavells d’ungles de porc. Y nos mirarán con cara de póquer si les explicamos que fabricábamos nuestros propios juguetes, cíclicamente, con los materiales que en cada estación nos proporcionaba la naturaleza o con lo que teníamos a mano en las casas, gafes d’estendre la bugada, pedaços vells, clovelles i pinyols de fruites, closques de caragols, pinyes, ossos, fustes, canyes.

Ahora ni los miran

Los niños de hoy, -es comprensible- los juguetes viejos ni los miran y no nos entienden si les explicamos que nosotros jugábamos a Barrabás surt, a piola, a baletes, a la marranxada, a pa i peix, a baldufes al rotlet, a estirar corda, a bou verro, a pic i ratlla, a fava i a fer oli. Tampoco podrían hacerlo porque la calle, hoy, es de los coches. El niño ahora juega solo y su realidad es sobre todo virtual, aparente, un como sí al que le dan más valor que cualquier cosa que puedan ver y tocar. Tal vez caigo con estos comentarios en una nostalgia equivocada. Quiero pensar que si los juegos y juguetes de entonces, de nuestra lejanísima infancia, nos enseñaban a vivir la vida que en aquellos tiempos se hacía, tal vez las pantallas y las maquinitas de hoy les enseñen a vivir cómo se vivirá el día de mañana. Será eso.