Imaginario de Ibiza | Dalt Vila y las azoteas que rozan el cielo

Los edificios contenidos por la fortaleza se arraciman cuesta bajo, coronados por una sucesión de áticos y terrazas que sobrevuelan la ciudad, el puerto y los campos y montes en la lejanía. Pese a los retos y limitaciones que implica vivir en un barrio tan acotado, ¿existe en la urbe un entorno más singular?

Las terrazas sobrevuelanla ciudad.

Las terrazas sobrevuelanla ciudad. / X.P.

¿Qué hace falta para ser feliz? Un poco de cielo azul encima de nuestras cabezas, un vientecillo tibio, la paz del espíritu

André Maurois

Nunca me ha corroído la envidia al observar esas mansiones colosales, con piscinas infinitas y jardines oscilantes entre lo inglés y lo selvático, que se aferran milagrosamente a los acantilados de la costa isleña. He tenido ocasión de visitar algunas realmente inverosímiles, en lugares como Caló d’en Real, Porroig o el litoral de es Amunts, entre otros. A pesar de la suntuosidad arquitectónica y ornamental que condensan y su ubicación de ensueño, una vez se exploran suelen proyectar una impresión de desmesura que se antoja antagónica a la simbiosis de belleza y sencillez que siempre ha caracterizado el urbanismo secular ibicenco.

En Dalt Vila, sin embargo, ocurre justo lo contrario. Me encandila el laberinto de callejuelas empinadas, plazuelas recoletas, pasadizos inesperados y escalinatas zigzagueantes que abraza la fortaleza. Según se desciende la ciudadela a través del adarve, los pasajes altos y los baluartes más prominentes, parece inevitable ambicionar una existencia en alguna de esas casas antiguas, de muros de mampostería forrados con sucesivas capas de cal, a menudo agrietados y desconchados, sembrados de balconcillos y ventanucos en sus fachadas asimétricas. Dispares en alturas, con distintos de pórticos que desembocan en las calles paralelas, a distintos niveles, y unos interiores tan intrincados como los pasadizos sombríos y adoquinados que conducen hasta ellas.

Inventario

Así me las ha descrito en multitud de ocasiones alguien cercano, que hace ya más de medio siglo tuvo oportunidad de inventariarlas, todas y cada una de ellas, accediendo a sus sorprendentes e inesperados recovecos, algunos de los cuales son incluso más antiguos que los lienzos de la propia fortaleza. La experiencia, por enriquecedora, acabó sembrando un recuerdo imborrable en su memoria y aquellas que he tenido oportunidad de visitar, no han hecho sino corroborar estas impresiones.

Más que los grandes palacios de la calle Mayor, me cautivan las moradas de zona media, sobre todo por sus magníficas azoteas. Algunas están viejas y desportilladas, con macetas huérfanas, plantas muertas y muebles podridos a la intemperie. Otras, cubiertas de madera y tejas, lucen barbacoas, cenadores y floridos vergeles.

A sus pies, en la desembocadura de esa escalinata de áticos que se arraciman en el Puig de Vila mientras descienden hasta más allá de los límites de la muralla, fundiéndose con los terrados de la Marina y sa Penya, el inconmensurable bullicio del puerto. Y, a continuación de éste, el chiribital de ses Feixes, los campos en los confines de la ciudad y la orografía acolchada que componen los montes tupidos de pinos.

Quién pudiera, como en la novela de Boris Vian, sortear la espuma de los días procrastinando y gozando desde las alturas de este castro ibicenco el vaivén de llaüts, barcas de bou, lanchas y veleros. Como quien se entretiene escudriñando el tránsito de las hormigas que entran y salen del hormiguero. Ni tan siquiera pesan los obstáculos y complicaciones inherentes a un barrio tan acotado y escasamente accesible, o las dificultades de aparcamiento y aprovisionamiento. Vivir en Dalt Vila tiene que ser como tocar el cielo.

Los barrios olvidados

A mediados del siglo pasado, buena parte de los ibicencos que antaño vivían en el interior de la fortaleza y en los arrabales históricos; es decir, sa Penya y la Marina, acabaron desprendiéndose de sus hogares, para sustituirlos por pisos más amplios y confortables en el ensanche de la ciudad. Muchas de estas viviendas fueron adquiridas por extranjeros y peninsulares de alma bohemia, no necesariamente potentados, que supieron vislumbrar la extraordinaria belleza de estos edificios y el goce que representaba convivir con semejantes vistas. Ellos, al igual que los pocos oriundos que decidieron conservar estas propiedades, hoy disfrutan de la versión más auténtica y asombrosa de una urbe con 2.700 años de historia.

Xescu Prats es cofundador de www.ibiza5sentidos.es, portal que recopila los rincones de la isla más auténticos, vinculados al pasado y la tradición de Ibiza

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