La historia de Ibiza no sería la misma sin la sal. Los beneficios económicos de lo que recurrentemente se ha dado en llamar el oro blanco de la isla fueron, durante siglos, el sustento de los ibicencos. En la actualidad, las Pitiusas siguen necesitando de ses Salines, pero de una forma distinta y, de alguna manera, más sutil, tanto que, a veces, tal sutileza impide ser conscientes de esa necesidad. Hoy, convertida la zona -al menos la que ha podido salvarse de las garras de la especulación urbanística- en parque natural, el frágil ecosistema que proporciona hogar a más de un centenar y medio de aves convive, en una simbiosis compleja, con la extracción de la sal.

Tal actividad ya no está en manos de los ibicencos, y no lo está, de hecho, desde que, en 1715, la Corona confiscó las salineras y, un siglo y medio después, las vendió a una empresa privada. Tampoco viven ya los ibicencos de la sal, pero su recolección, desde el mes de septiembre y hasta mediados de noviembre, sigue despertando una curiosidad ligada a la memoria histórica de la isla. Y los grandes montones de sal -llamados popularmente montañas- han sido siempre el signo más visible, el hito, de esos meses en los que se realiza la extracción para embarcar el producto hacia Inglaterra o Escocia, para el deshielo de carreteras, o a las islas Feroe, para la salazón de pescado.

Dos destinos distintos que también implican levantar a menudo dos montañas de sal distintas; la más oscura, de sal más sucia, es la que se vende para derretir el hielo de las calzadas, y la blanca brillante es la sal destinada a la alimentación. Esas montañas de sal son lo más parecido a una montaña nevada que los ibicencos suelen ver y que algunos habrán visto en su vida, y es probablemente por ello que décadas atrás -cuando los chavales solían jugar por la zona, había menos controles y las montañas no estaban custodiadas por muros y alambres de espino-, algunos se atrevían a deslizarse por ellas en improvisados trineos. Era, desde luego, una diversión sólo para valientes, porque las chapas de madera que se usaban (las primeras pruebas solían ser con cartones) no resbalaban de la misma forma que lo habrían hecho sobre nieve, porque la pendiente de la pista suele ser para profesionales de un nivel E (los esquiadores que bajan pistas negras) y porque, y eso parecía lo realmente importante, los cristales de sal cortan como cuchillas.

Aristas cortantes

Aristas cortantes

A decir verdad, si el blanco inmaculado y cegador puede recordar a la nieve y sin duda los chicos que fabricaban burdos trineos establecían esa relación, no es lo mismo, vista de cerca, una montaña de nieve que una de sal. No son iguales los cristales de nieve que los de sal. La gran diferencia es, desde luego, que las piezas de sal extraídas de los estanques, más grandes que canicas, son como figuras geométricas llenas de aristas cortantes. La nieve es bastante mullida, mientras que caer en un montón de sal es como hacerlo en un jergón de cristales rotos. Tal vez por ello, con el escozor de las heridas en la memoria, muchos optaban, finalmente, por deslizar sus cartones o maderas por la más practicable fisonomía de las dunas más altas de la playa de ses Salines, algo que hoy en día tampoco es posible porque la masificación obliga a prohibir el acceso a las áreas dunares.

La montaña de sal, radiante y peligrosa como las montañas de la locura de Lovecraft, era, a pesar del riesgo, una montaña mágica que había que probar. Era fácil dejarse cegar por su brillo de montaña centelleante. Y era habitual también llevarse a casa algunos trozos de esa sal cristalizada e incluso marcharse chupando alguno como si de un caramelo se tratara.

Las montañas de sal acumulan toneladas del preciado producto no apto para hipertensos -se producen unas 50.000 al año- y constituyen una pieza muy significativa de este ecosistema seminatural que, a su vez, forma parte tanto de la historia de Ibiza y Formentera como de su intrahistoria y de las pequeñas historias personales que, en definitiva, también pudieron considerarse tradiciones.

Las Islas Feroe

Las Islas Feroe

La salazón del bacalao de las Islas Feroe, entre Islandia y Noruega, es, tradicionalmente, uno de los principales destinos de la sal que se produce en los estanques de Ibiza. Y es la sal más limpia que se extrae de ellos la que se destina a este mercado, mientras que, si hay demanda de producto para el deshielo de carreteras tras las nevadas en países como Inglaterra, se levanta una montaña de sal más sucia (y también más barata) para este fin.