Arte&letras

Marguerite Youcernar y sus 'Memorias de Adriano'

Siendo una obra magistral, un hito en la ‘literatura histórica’, lo que leemos no es historia, es literatura, una evocación de un mundo inevocable

Marguerite Yourcenaren 1982.  grendel bernhard

Marguerite Yourcenaren 1982. grendel bernhard / Por Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Escribir en estado de gracia es algo que se da de uvas a peras. Cervantes solo escribió un ‘Quijote’. Del resto de su obra, que por cierto es dilatada, nadie se acuerda: ‘La Gitanilla’, ‘El celoso extremeño’, ‘La ilustre fregona’, ‘Rinconete y Cortadillo’, ‘El licenciado Vidriera’, ‘El coloquio de los perros’, ‘Los trabajos de Persiles y Segismunda’, etc. Son, decimos, obras menores. Y lo mismo ocurre con muchos otros autores que reconocemos, de manera casi exclusiva, por una sola obra. Dante por ‘La Divina Comedia’, Flaubert por ‘Madame Bovary’, Kafka por ‘La Metamorfosis’, García Márquez por ‘Cien Años de Soledad’, Hemingway por ‘El viejo y el mar’, Josep Pla por el ‘Cuadern Gris’, Rulfo por ‘Pedro Páramo’, Melville por ‘Moby Dick’… Es lo que también ocurre con el personaje que traigo a estas rayas, Marguerite Youcernar, una autora que a pesar de ofrecernos una obra extensa –y en su caso, no menor-, es conocida, sobre todo, por una sola y fascinante novela, ‘Memorias de Adriano’.

Nadie sabe cuándo ni por qué surge en el escritor un relato con alma y sobresaliente, una historia ‘inspirada’, no porque al autor le visite una quimérica musa, sino por esa extraña pulsión que ilumina al artista y le mueve, casi le obliga, a poner manos a la obra con el cincel, el pincel o la pluma. Es el caso de Yourcenar en ‘Memorias de Adriano’, un relato que fluye torrencial, fascinante y con aparente facilidad, como si su autora escribiera al dictado. Y nada está más lejos de la realidad. Yourcenar tarda más de diez años en pergeñar las memorias del viejo emperador. Publica sus primeros escritos en los años 20 y pasarán más de 30 para que pueda ponerse en la piel y en la mente de Adriano. Su trabajo de documentación es exhaustivo. Yourcenar utiliza un buen surtido de fuentes, la ‘Historia Augusta’, el texto de Esparciano en ‘Vita Hadriani’, las referencias que hace Dion Casio a Adriano sólo 40 años después de la muerte del emperador, algunas cartas y discursos de éste… Pero a Yourcenar no le viene todo de su exploración del extinto mundo romano del siglo II. Le viene de muy atrás, de su pasión por el mundo clásico que arranca en su educación que no fue en absoluto convencional. Su madre muere diez días después del parto y Marguerite, sin acudir para nada a la escuela, es educada por preceptores y por su padre, de forma tan esmerada y estricta que la niña lee a Racine y a Aristófanes a los ocho años, aprende latín a los diez, griego clásico a los doce y en su adolescencia devora a Flaubert, Maeterlinck, Rilke y autores clásicos como Virgilio. Y cuando accede a la Universidad se especializa, por supuesto, en Literatura Clásica.

Un detalle curioso de la escritura de Yourcenar es el inusual formato que elige para algunas de su novelas, ‘la carta’, una guisa de largo monólogo intimista y confidencial que por primera vez utiliza en ‘Alexis o el tratado del inútil combate’ (1929), donde el protagonista, Alexis, le confiesa a su mujer la búsqueda de su propia sensualidad, su bisexualidad, una circunstancia que también vivió Yourcenar y que hermana su obra a la de Gide. En las ‘Memorias de Adriano’, es el viejo emperador el que se explaya en una larga carta que dirige a Marco Aurelio, su nieto y futuro sucesor, explicándole su vida, sus éxitos y fracasos, su filosofía, su percepción del mundo y la visión que tiene de la condición humana.

Lectura difícil

Conviene advertir, dicho esto, que siendo una obra magistral, las ‘Memorias de Adriano’ es una novela que no tiene lectura fácil. No es raro que el lector la abandone sin acabarla. Y es que, siendo vivencial y poética, es sesuda, intensa y estática, sin un solo diálogo. Adriano medita y reflexiona, hace una confesión, habla consigo mismo y rinde cuentas al final de su vida: «Cuento con este examen de hechos para definirme, quizá para juzgarme y, posiblemente, para conocerme mejor antes de morir». Adriano habla de aspectos que nos implican, el paso del tiempo, la política, la cultura, el arte, la música, la guerra, el amor y la muerte. También conviene decir que, siendo una obra magistral, un hito en la ‘literatura histórica’, lo que leemos no es historia, es literatura, una evocación de un mundo inevocable, una incomparable memoria novelada.

El Adriano que nos ofrece Yourcenar es una recreación. Pero eso sí, el personaje resulta extraordinariamente verosímil y cercano. Más allá del hecho de ser un emperador nacido en España como Trajano y que pasa su infancia en Itálica (Sevilla), su cercanía se debe a que la novela está escrita en primera persona, de manera que su carta a Marco Aurelio nos la dirige, también, a cada uno de nosotros. Y lo hace desde la confidencialidad, hablándonos desde el silencio, al oído, a corazón abierto. Y consigue atraparnos por su sabiduría y por el sentido común de sus reflexiones –«tener razón demasiado pronto es lo mismo que equivocarse»-, por sus afecciones –«mis primeras patrias fueron los libros y en menor grado las escuelas»-, por su misión como gobernante –«la paz era mi fin»-, por sus ideas innovadoras, chocantes incluso en nuestros días, -«ordené reducir el número de carruajes que obstruyen nuestras calles, lujo innecesario de velocidad que se destruye a sí mismo, pues un peatón saca ventaja a cien vehículos amontonados a lo largo de la Vía Sacra»-, por su sorprendente feminismo -«he acordado a la mujer una creciente libertad para administrar su fortuna, testar y heredar, y para que ninguna doncella sea casada sin consentimiento». ¿Y qué podemos decir de la maravillosa frase que cierra la novela y con la que Adriano se despide de la vida?: «Pequeña alma mía, tierna y errante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes lívidos, rígidos y desnudos, donde tendrás que renunciar a los juegos de antaño. Todavía, por un instante, miremos juntos las riberas familiares, los objetos que no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos».

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