Apenas ha pasado un mes desde que se instalaron las barreras a la entrada de Cala Salada para regular el paso de vehículos a la playa y el asunto ya ha levantado polémica. Y es que no hay unanimidad en cuanto a lo que los vecinos y bañistas de la zona piensan sobre la medida que adoptó el Ayuntamiento de Sant Antoni. El fin era evitar episodios como los vividos el año pasado, en los que los equipos de emergencias se veían incapaces de auxiliar a bañistas de la zona por la imposibilidad de acceder con las ambulancias, debido a la habitual presencia de coches mal aparcados en la vía pública.

Desde junio, dos barreras de madera, una primera situada en el camino de arriba en Can Germà, y otra más adelante justo antes de llegar a la cala, impiden el acceso a la playa con los coches, como tradicionalmente se venía haciendo. «Es insuficiente, lo único que han hecho ha sido alejar el problema de la playa» afirmaba ayer un vecino de La Solana. En su lugar, el Ayuntamiento ha habilitado una zona de parking con unas escasísimas 66 plazas para aquellos que sean lo suficientemente rápidos o tengan la suerte de cruzarse con alguien que en ese momento deje libre su plaza.

«La gente se pone tensa al ver que dejo pasar a los que van delante y a ellos no. El miércoles intentaron agredir a mi compañero. Además la policía no nos ayuda» confiesa Mario, encargado de seguridad del acceso. Trabaja ocho horas al día junto a la barrera, no tiene descanso para comer y hasta se tiene que traer una botella de agua de su casa para evitar la deshidratación. «Prefiero trabajar dieciséis horas seguidas que trabajar ocho en estas condiciones. Estamos recibiendo insultos cada día».

En los cinco minutos siguientes rechaza a más de veinte coches, al no haber rotonda todos tienen que hacer maniobra para dar la vuelta. Cada uno de ellos le pide explicaciones y a cada uno de ellos le explica las opciones que tiene con infinita paciencia: «Puede aparcar donde quiera por aquí, pero es parte de la vía pública, o puede ir en dirección a Sant Antoni y coger el bus que le lleva hasta la playa desde la piscina municipal». La fila de más de 400 metros de coches aparcados desde el mismo lugar de la barrera acredita que la mayoría escoge la primera opción. La grúa aparece en varias ocasiones a lo largo de la mañana.

«Está mal organizado. La gente no sabe dónde está la parada de Can Coix. Falta alguien dando información», cuenta Daniel Ruiz, conductor del minibús. «Cuando bajo con el bus hasta la playa la gente me grita que pare por favor, que les deje montar. Unos chicos me amenazaron con tirar piedras al bus», continúa. Sonríe pero no dice nada cuando se le pregunta si el precio, dos euros y medio por poco más de un kilómetro, no es un poco abusivo.

El precio del bus

«Hay menos afluencia y es por el precio del autobús. Es desproporcionado» sentencia Rubén, uno de los socorristas de Cala Salada. A lo largo de todo el camino el ir y venir de taxis es constante. «Pagamos cinco euros por bajar y cinco por subir. Vamos con dos niños y venir andando no es una opción», cuenta un padre de familia mientras ayuda a su hijo a guardar una toalla en la mochila. En ese mismo momento, en la improvisada cola de gente que espera la llegada de un taxi libre, dos personas comienzan a discutir sobre quién es el siguiente en el turno. Parece extraña la enorme diferencia que hay en tan pocos metros, del caos y el calor se pasa en apenas unos instantes a la tranquila y serpenteante conducción entre los árboles camino a la playa. Toni, el joven que se encarga de abrir la barrera para que pase el minibús, responde tranquilamente sentado desde su silla. «Aquí es mucho más tranquilo, el verdadero problema es ahí arriba. Deberían hacer algo». Rebusca en su mochila y saca una carpeta con un folio pegado: «Apunto las cosas que están rotas o que hay que mejorar. El Ayuntamiento ha prometido que para el año que viene las va a solucionar». Entre ellas se encuentra arreglar la rampa para que bajen los carricoches.

Cambio de público

Una vez que se deja atrás la odisea del camino, la tensión que acompaña a cada centímetro de carretera parece desaparecer al alcanzar la arena. Media docena de barcos reposando en el agua a pocos metros de la orilla, niños persiguiéndose los unos a los otros por la playa y al fondo las sombrillas blancas de la terraza del Restaurante Cala Salada. «El perfil de los clientes ha cambiado. Ya no vienen tantas familias ni gente mayor, no se pueden pegar esa caminata. Ahora hay más gente joven», comenta Vicenta Riera, encargada del local. Asegura que no ha sido muy fuerte, pero que sí que notan una pequeña bajada en la clientela: «Normalmente la gente en esta época sale un poco a la aventura, a ver qué tal va el día. Ahora tienen que hacer una reserva por la mañana para que le dejen bajar con el coche hasta aquí». «Tratamos de hablar con el ayuntamiento -continúa-, pero han decidido restringir y no nos hacen caso. No es suficiente con esto, deberían crear más plazas de aparcamiento».

Pero no todo es negativo en Cala Salada, de hecho, muchos de los vecinos aplauden el cambio ya que consideran que la situación de años anteriores era insostenible. Antonio Uzal, vecino de Punta Galera, lo ve así: «Han sido valientes cerrándolo, había un conflicto y tenía que buscarse una solución, pero se han quedado cortos. El Ayuntamiento y el Consell tienen que ponerse de acuerdo y encontrar una manera mejor». «Los residentes nos encontramos con este problema cada día. Cap Negret y la entrada a Punta Galera están saturadas, las curvas están llenas de coches en doble fila y hay continuos bloqueos», dice. Reconoce que el precio del autobús es exagerado y aboga por solucionarlo ya mismo, sin perder tiempo. «El turismo no viene solo, hay que cuidarlo» Y sentencia con una frase lapidaria: «La gente ya empieza a hablar, boca a boca se está diciendo que no vayan a esa playa».