El director de cine y productor Antonio Isasi Isasmendi ha sido, en gran medida, la historia del cine español de la posguerra. Su extensa obra cinematográfica así lo prueba, pero también hechos excepcionales, como el que algunas películas suyas se proyectaran, a la vez, en sesenta cines de Estados Unidos durante mucho tiempo. 'Estambul 65', 'Las Vegas 500 millones' y 'Un verano para matar' fueron sus tres grandes superproducciones. 'Tierra de todos' quizás su obra maestra. También tuvo reconocimientos como el Premio Goya de Honor o las Medallas de Oro de la Academia del Cine y de la Ciudad de Ibiza.

Ha muerto Antonio Isasi a sus 90 años, en su retiro de Las Salinas, en Ibiza, pero su figura rebasa para mí la del gran creador de mundos y aventuras y empresas cinematográficas. También de escritor, en sus libros de Memorias. Ha muerto un amigo verdadero, ese que hemos tenido cerca en momentos de dificultad, sobre todo para nosotros en aquel año, en días nada fáciles, de nuestro traslado de Ibiza; pero también a lo largo de los veranos de los veinte últimos años, en los que nuestros encuentros siempre se guiaron por la fidelidad a nuestra amistad y al amor a la isla.

Conocí a Antonio a raíz de la publicación de mi libro 'Rafael Alberti en Ibiza. Seis semanas del verano de 1936'. Él había decidido jubilarse del cine y se encontraba algo dolido por algunas críticas que había tenido a la que es una de sus mejores películas, 'El aire de un crimen', basada en la novela de Juan Benet. (Con Benet y con su mujer, Blanca Andreu, me encontré, precisamente en Ibiza, en los prolegómenos del rodaje.) Pero ya digo que a Isasi lo conocí después, en 1995.

Él me buscó para hablarme con fervor de mi libro y para decirme algo que luego siempre recordamos; él con ilusión, yo con pesar: «Es una pena que me haya jubilado del cine, pues nada me hubiera gustado más que hacer una película sobre tu libro». Días después acompañé a Antonio a algunos de los parajes que aparecen en mi obra, como la gruta en la que el poeta se escondió tres semanas, al pie de la Torre de la Sal Rosa. Antonio me diría luego que el paseo hasta este lugar era uno de los que él había emprendido, pues la gruta no se encuentra lejos de su casa.

La amistad entre nuestras familias se fue ahondando desde entonces, compenetrados también nosotros especialmente porque María, su mujer, había nacido en tierras de León, muy cerca de la cima tutelar del monte Teleno. La muerte de María fue un durísimo golpe para Antonio Isasi, del que creo no se recuperó, pues también se había dado la circunstancia de que su primera esposa, Teresa, había muerto años antes de la misma enfermedad.

Mas la persona de Antonio va unida sobre todo para mí a la mar de la isla, aunque yo siempre he preferido la Ibiza interior y campesina a la costera. Él fue un gran marino y salir en su barco esos últimos veranos, a veces sin rumbo fijo, aunque siempre por los alrededores de la isla, es algo que nosotros y nuestros hijos llevaremos siempre en el corazón. No comprendí aquella expresión de Homero -el «mar de color violáceo»- hasta que Antonio me condujo a algunas calas y, en concreto, a los pies del gigantesco islote de Es Vedrá. Todo fue belleza y plenitud en aquellos instantes, aunque precisamente de una de aquellas salidas marinas tengo un recuerdo tan triste como fatídico.

Poniendo Antonio un día rumbo acelerado hacia los islotes de poniente, María -de golpe, sin motivo aparente- le pidió angustiada que diéramos la vuelta, que regresáramos a tierra firme. Fue entonces cuando supimos que ella no se encontraba bien de salud. En el simbolismo de aquel afán suyo de regresar, yo después comprendería la llamada de la tierra que ella sintió, el deseo de huir del turbador vacío del horizonte marino, que a los de tierra adentro siempre nos produce una cierta angustia. La cenizas de María reposan en el fondo de las aguas de la Cala de Port Roig, un lugar en el que a ellos les gustaba preferentemente anclar e incluso pasar allí la noche.

Junto a este amor a la mar de Antonio -tras la muerte de María vivió un tiempo en el barco- tengo que recordar ese otro amor suyo al puerto y a la ciudad antigua de Ibiza. La razón para él era muy profunda. De niño, ya en los años treinta, había venido de vacaciones con su familia a un hostal del puerto. Nuestra comida a mediodía con amigos comunes de cada verano en el restaurante de dicho hostal, era también una de nuestras citas obligadas, en las que el arte y la literatura, el cine por supuesto, su ternura emocional, las muestras de amistad verdadera, siempre se hicieron patentes.

Visita a Salamanca

Lo llamamos este verano y no contestaba su teléfono. Supusimos que no estaba en la isla, pero pronto supimos que no se encontraba bien de salud y renunciamos a nuestra cita de cada verano. Pero sí supimos que estaba bien atendido, que su hijo Antonio había regresado a Ibiza para fijar no sólo en ella su residencia, sino para seguir los caminos del cine, como su padre. Sus hijos ya estaban en este ámbito siguiendo su estela, pero sin duda ahora lo van a estar con mayor intensidad.

De Antonio y María recuerdo también, como especial, la visita que ellos nos hicieron en Salamanca, en unos días de invierno, de frío seco y feroz, al que María estaba habituada, pero no Antonio. Aun así, él siempre me recordó, como inolvidable, aquel paseo que los cuatro dimos a medianoche entre los grandes monumentos dorados y bajo un cielo que fosforecía. Una de nuestras ciudades más literarias y hermosas les ofreció aquella noche su pureza inolvidable. Descansa en paz, Antonio, inolvidable amigo, corazón bueno, aunque ya herido en tus últimos años.