Suplemento Abril

A propósito de Quevedo

«Leo a Quevedo para aprender a escribir», Camilo José Cela

A propósito de Quevedo

A propósito de Quevedo

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

La semana pasada le comenté a un amigo que trataba de hacer una reseña sobre Quevedo para el encarte cultural de Diario de Ibiza y me soltó que estaba majara: «¿Cómo se te ocurre?, –me dijo-, Quevedo se ha quedado para que los bachilleres hagan comentarios de texto, pero ¿sacarlo en la prensa diaria…?». Su comentario me descolocó, porque mi amigo es un lector impenitente, pero no me convenció. Por muchos motivos. No sé de ningún escritor actual que supere a Quevedo. Ni sé de ninguno que escriba mejor. Es cierto que no sobresale en la narrativa de largo recorrido. Su única novela es breve, ‘La vida del Buscón’, que no supera al anónimo autor del ‘Lazarillo’, pero en las distancias cortas, en el texto breve, Quevedo no tiene rival. Ni hay escritor más atrevido, ni más divertido. Quevedo se ríe de su sombra. Escéptico, procaz y deslenguado, puede hablarnos de coros celestiales y, a renglón seguido, del culo de una monja. Pero si su escritura es de alto voltaje, no es menos singular el personaje.

Don Francisco Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos (1580-1645) nace cojo, con los pies deformes y con una severa miopía que sus anteojos inmortalizaron, los que se comercializan todavía hoy como ‘quevedos’, antiparras de montura metálica y lentes redondos que se ajustan a las napias sin necesidad de patillas. En sus primeros años, por sus defectos físicos, sufre las pullas de sus compañeros que le convierten en un niño triste y solitario que se entrega compulsivamente a la lectura. De su biografía, en la que no entramos porque está al alcance de cualquiera, sólo diré que es un continuo sube y baja, un verdadero carrusel. Si en 1632 es secretario de Felipe IV y agente secreto del Duque de Osuna que le encarga provocar a los refinados venecianos para tener la coartada de intervenir y hacerse con el negocio que la Serenísima tiene en el Mare Nostrum, en otros momentos cae en desgracia, le persigue la Inquisición, acaba en la cárcel, se confiscan sus libros y lleva una vida canalla. Quevedo fuma mucho, bebe más -le llaman ‘Francisco Quebebo’-, vive amancebado y es asiduo de prostíbulos y tascas. Sobresale por un ingenio punzante que no se queda en sus textos. Dos anécdotas bastan para verlo. Cruza con sus amigos la temeraria apuesta de llamar ‘coja’ a la reina. Y la cumple. Se presenta a su Majestad con dos ramos de flores y le dice: «Entre claveles y rosas, su Majestad escoja». Una broma que llega a oídos del Monarca que, para devolverle la guasa y ridiculizarlo en público, le reta a improvisar una coplilla. Quevedo le pide tema, que le dé pie para la composición, y el Monarca, sin abrir la boca, le da pie adelantando el izquierdo. Mala cosa, porque Quevedo no se corta: «Paréceme, Señor, que estando en esa postura, yo parezco el herrador y vos la cabalgadura». No sabemos cómo acabó lo de llamar equino al Monarca, imagino que mal. Pero vamos a lo que nos importa, su escritura.

En sus textos prima la concisión que da a sus poemas densidad de significado en versos sentenciosos que con poco dicen mucho. Amigo de elipses, antítesis y simetrías, juega con el sentido equívoco y ambiguo de las palabras, dándonos, posiblemente, el léxico más rico que ha tenido el castellano. Aporta, por otra parte, innumerables neologismos y flexibiliza el lenguaje. Y aunque se ha insistido mucho en su vena satírica, en ocasiones se nos pone estupendo con una lírica petrarquista y metafísicos sonetos de radical escepticismo y desconsuelo existencial por el paso del tiempo y de la vida. Y lo que siempre mantiene es una crítica acerada que retrata, como ningún otro colega de su tiempo, la decadencia económica, política, social y moral del país bajo la monarquía de los Austrias. En otros casos, su tono burlón entra en temas sociales como vemos en su celebrado soneto ‘Poderoso caballero es don Dinero’ que, cantado por Paco Ibáñez, hoy tenemos en el acervo popular. Y cosa curiosa, siendo misántropo y misógino, tiene la poesía amorosa más importante del siglo XVII, más de doscientos poemas por los que desfilan damas de la corte y prostitutas, lo que mosquea sobremanera a las primeras. Su poesía, que ronda los mil poemas, toca todos los palos, es satírico-burlesca, moral, inmoral, heroica, fúnebre, religiosa… Destaca, sobre todo, en sus obras satírico-morales, caso de ‘El sueño del Juicio Final’, ‘El alguacil alguacilado’, ‘El discurso de todos los diablos’, etc.

Muchos de sus textos son un breviario del desengaño: «Para ser rico, habéis de ser ladrón; para ser casado, cornudo; si sois pobre, nadie os conocerá; si sois rico, no conoceréis a nadie; a quien se confiesa cada día le llaman meapilas y al que no se confiesa hereje; el alegre pasa por bufón y el triste por cenizo; al cortés le dicen zalamero y al descortés desvergonzado». Quevedo tiene obras festivas, picarescas, políticas, ascéticas, filosóficas, filológicas y de teatro, traduce obras del griego y tiene un sabroso epistolario.

Para cerrar estas notas quiero referirme a un asunto que marcó su vida y le define, la trifulca que mantiene con su rival de pluma y de sonetos, don Luís de Góngora. Mientras éste representa un culteranismo elitista y es amigo de cultismos, sintaxis retorcidas y artificiosas, Quevedo, preste mayor del conceptismo, es popular, escueto y desvergonzado. No es mal final para estas notas recodar el acerado soneto que le dedica a su contrincante, de faz severa y nariguda. Es uno de los contados versos que celebramos, siendo bachilleres, en el aula de Literatura del ‘Santa María: «Érase un hombre a una nariz pegado, / érase una nariz superlativa, / érase una nariz sayón y escriba / érase un peje espada muy barbado; // era un reloj de sol mal encarado, / érase una quitara pensativa, / érase un elefante boca arriba, / era Ovidio Nasón más narizado. // Érase un espolón de una galera, / érase una pirámide de Egipto, / las doce tribus de narices era; // érase un naricísimo infinito, / muchísima nariz, nariz tan fiera / que en la cara de Anás fuera delito».

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