Opinión

Tragedias españolas

A menudo me acuerdo de hechos menudos o trascendentes de mi niñez. El último, cuando me perdí de parvulita en el Zoo de Barcelona en una visita con las monjas de Jesús María a la que nos acompañaban las mamás. No sé el tiempo que estuve perdida, pero a trozos me viene a la memoria la preocupación de unas jóvenes que me encontraron y se preguntaban «¿qué hacemos?» ante mis llorosos balbuceos y mi tránsito del llanto a la risa al ver a mi preciosa madre y correr a sus brazos, desaparecida en un ensalmo la angustia breve de aquellos angustiosos momentos.

Mi madre entonces no contaría más de treinta y dos años y ya tenía cuatro hijos. Imposible no compararlo con el tiempo presente, mejor en muchas cosas, que no siempre cualquier tiempo pasado fue mejor, pero no en todas, y enfrentarlo a este mundo tan civilizado y a esta España acomodada donde entre bienestar y progreso se amontonan diversas tragedias solapadas, como la polarización cercana al odio que nos enfrenta por razones políticas. Y si no, dígame usted cómo ha llegado a ser posible el ominoso espectáculo de desunión de nuestras autoridades con motivo del aniversario del 11 M, memoria de la patria tan dolorosa que todo bien nacido debería respetar.

Hay otra tragedia añadida al odio que está convirtiendo este país en un erial. No nacen niños. Una penuria demográfica que pasa factura ahora y lo hará más en el futuro. Y entre nuestros gobernantes no parece ser urgente una auténtica política de apoyo a la natalidad. Por contraste, ante el dolor traumático de tantas mujeres no jóvenes que no consiguen descendencia, sigue extendiéndose el relato falso de toda falsedad, por mucho que Francia lo blinde en su Constitución, de que el hijo no deseado es desecho que se puede tirar por el desagüe porque su madre, tan madre como la mía cuando me perdí en el Zoo, no lo quiere. Como si por crecer en su cuerpo no fuera un ser independiente con derecho a la vida, sino una víscera enferma que puede extirparse y ya. Sé que voy contracorriente al proclamarlo, pero nunca me cansaré de hacerlo.

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