Opinión | Tribuna
La certeza de la derrota
El anuncio de la Lotería de Navidad de este año vuelve a ser lacrimógeno, en la mejor de las tradiciones, pero introduce un factor innovador que no deja de ser interesante. No importa que toque. De hecho, es baladí, una futilidad. Un padre insiste a su hija para que compre un décimo. La chica, emancipada, vive sola y debe hacerse cargo de todos los encargos de la familia. Vive agobiada por las fiestas. Uno de los encargos es justamente el de la lotería. No llega a tiempo. Paréntesis: en la época en que todo se puede gestionar por internet, no calcula que puede comprarlo desde su ordenador. La cuestión es que quiere adquirirlo a la antigua usanza y resulta que no está a tiempo. Se desespera y se acuesta con el deseo de que todos desaparezcan, que la dejen tranquila. El deseo se cumple y al día siguiente navega desconsolada por una ciudad desierta, una pesadilla distópica. Encuentra una administración abierta, sin nadie, claro, y, al ser una mujer responsable, coge el décimo y deja el dinero, veinte euros, en la taquilla. Al día siguiente despierta, es el día del sorteo, y todo vuelve a la normalidad. Pero del viaje a la desesperación pervive su número. De hecho, digo número, pero no es cierto. Se trata de un boleto sin cifras. El padre ha vuelto de esa nada, del absurdo de la desaparición de los seres queridos, y está en la cocina. Está desayunando y escucha la sonsonia monótona del azar. Ya tienen el número, que no lo es. Y él le dice que da igual, que la lotería no está pensada para ganar, sino para poder estar juntos. Se tienen el uno al otro y con eso es suficiente. Da igual que toque.
No recuerdo una promoción tan peculiar. Normalmente, los anuncios de lotería se basan en la posibilidad de que la (buena) suerte haga estancia en casa de quien posee aquel hipotético salvoconducto a la riqueza y la felicidad (con variantes sobre el hecho de compartir las ganancias), pero este año se impone la certeza (e incluso me atrevería a decir que la necesidad) de la derrota: no compramos porque esperamos que el décimo nos aporte felicidad o riqueza, sino por el simple hecho de participar en una promesa que no es sino una repetición ritual. Es probable también que el Estado haya pensado que el incentivo del juego no era bueno para el ciudadano. Leo que el 70% de los ganadores acaban arruinados a los cinco años y, en atención a este dato, el mensaje es que es mejor perder y ser feliz que ganar y sufrir. «Hay muchas cosas en la vida más importantes que el dinero», decía Groucho Marx. Y añadía: «¡Pero son tan caras!».
Josep Maria Fonalleras | Escritor
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