Resiliencia de barrio

Uno de los bares del barrio ya cierra un día a la semana. Lo descubro desde el coche, parada, esperando mi turno en la cola para la minirrotonda. Las luces están apagadas. Y hay silencio. La terraza plagada de sillas es un desierto salvo por dos señores, de edad más que venerable, que ocupan una mesa. La suya. La de siempre. La de todas las tardes. El bar está cerrado, cosas del final de la temporada, pero ellos siguen ahí, fieles a su cita de cada atardecer. Ya es de noche, a pesar de que apenas pasan de las ocho de la tarde, pero a ellos les da igual, siguen ahí. Con sus cervezas, imagino que compradas en el súper de enfrente, una bolsa de patatas abierta en canal y una latilla de aceitunas que quién sabe dónde habrán escurrido. Gira el mundo, que diría Jimmy Fontana. Se acaba el verano, los locales cierran, el frío enseña la patita, los atardeceres se precipitan, los turistas se desvanecen, vuelve el silencio... Pero ahí están ellos. Sentados en su mesa de siempre, con unas cervezas y un aperitivo tardío, arreglando ese mundo cambiante, riéndose, observando el paisaje y el paisanaje, sin dejar que lo único constante, el cambio, les atropelle. No se han ido al bar de al lado. No han desistido de su rato juntos. No han cambiado sus planes. ¿Para qué? Si lo que les gusta es esa mesa, esas sillas, mirar el mundo desde la terraza de su bar. Aunque esté cerrado. Resiliencia de barrio.

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