A pie de isla

A la playa con Arsuaga

En verano, el litoral ibicenco −sea con rostro de cala, de playa o de acantilado− vuelve a ser el perímetro estelar de la isla, la zona privilegiada donde todo el mundo quiere hacer acto de presencia cueste lo que cueste. Es lógico, habida cuenta de los muchos placeres que aguardan en un mar tan remansado de azules y cócteles como el de Ibiza.

Pero este año deberíamos ir un poco más lejos y abandonar la molicie de las tumbonas y poner nuestro cuerpo a trabajar, aunque solo sea un rato cada mañana. En ses Salines, en Cala d’Hort, en es Canar o en cualquier otro rincón de la costa, las playas son ‘gimnasios’ a cielo abierto donde ejercitar los músculos, bien a nado o buceando, a remo o a pala, corriendo o a pie, y hasta surfeando con nuestro propio tórax a brincos de ola.

Eso en lo concerniente al cuerpo, ¿pero y la mente? También ella tiene su sitial aquí, porque las playas, además de ‘gimnasios’, pueden ser también ‘bibliotecas’. Basta de observar el mundo y a nosotros mismos solo mediante el cristal-pecera de los móviles (hasta frente al mar nos gobiernan estos tiranos con alma de litio). Nos pasamos el día mirándonos el ombligo a través de sus pantallas, incluso en la tumbona playera y sus confines. Pongamos de pie la mirada y que eche andar y que observe cuanto nos rodea desde un ángulo distinto.

Aparte de enfocar el paisaje marino a sorbos de pupila sedienta de belleza, estimulemos el intelecto evocando el pasado con imágenes cotidianas del presente. La playa es un sitio idóneo, quizá porque la parcial o total desnudez de nuestra piel a ras de cangrejo acorta distancias con nuestros orígenes como especie. La playa es un magnífico escaparate antropológico de nosotros mismos y de nuestros gestos y nuestros hábitos, en bañador o en cueros.

El reputado paleontólogo Juan Luis Arsuaga −sí, el de Atapuerca−, que casi sabe tanto de las orillas arenosas del mar y de las sombrillas que las pueblan (veranea en el Puerto de Santa María, por lo tanto, catedrático también de playas) como de prehistoria, acaba de hacer eso que es tan propio de los sapiens −o sea, relacionar ingeniosamente entre sí datos o ideas de campos distintos− al declarar lo siguiente en una entrevista publicada hace poco en La Voz de Galicia: «Un día de playa es el Paleolítico. Ahí ves cómo nos comportamos socialmente los humanos». Qué razón tiene. Te entran ganas de correr en bañador a matricularte en Prehistoria.

Tan brillante y sugestiva afirmación la basa en que al veranear él en las playas gaditanas, ve a diario el comportamiento de la gente. Más empírico imposible. «Llegan y montan todo un campamento», prosigue nuestro paleontólogo, «comen en la playa, y de ese modo observas todo el comportamiento social de la tribu». Tal cual, algo que podemos comprobar también en la mayoría de nuestras playas ibicencas, por poco que nos fijemos.

Debo confesar que a Arsuaga lo tengo en mi vitrina particular de héroes favoritos; figura entre uno de los compatriotas que más admiro. Constituye para mí el ejemplo perfecto de científico integral. A otros les basta con dar a conocer el fruto de sus investigaciones en publicaciones académicas, en eso que llamamos literatura científica. Pero a Arsuaga no; a él le consume el deseo de divulgar cuanto aprende y descubre. Nos hace partícipes a todos del conocimiento; es como un niño ilusionado que regala lo mejor de sí. De sobra sabe que con la divulgación científica se siembra la cosecha de la siguiente generación de investigadores. Lo sabe porque a él mismo le sucedió así, tal como señala en su cuenta de Twitter: «En mi infancia, la novela ‘En busca del fuego’ me hizo amar la prehistoria».

Esa obra (su título original es ‘La Guerre du feu’ y fue llevada con acierto al cine por Jean-Jacques Annaud, dicho sea de paso) tuvo un papel capital en la difusión de la prehistoria en Europa, haciendo comprender a Arsuaga desde muy joven por propia experiencia la importancia de la divulgación científica, razón por la cual se ha pasado media vida embarcado en la escritura de grandes éxitos editoriales, en los que da a conocer todo cuanto atesora.

Sin dejar de elogiar una vez más la acertada identificación de un día de playa con el Paleolítico, diré, asimismo, que en la citada entrevista añade Arsuaga otras cuestiones de sumo interés (explicadas de maravilla en ‘Nuestro cuerpo’, su último libro) que a mí, sin embargo, me han ocasionado algún que otro quebranto anatómico. Y es que nos aconseja que nos olvidemos de llevar la silla a la playa y que volvamos a la prehistoria un rato poniéndonos en cuclillas para jugar con los niños −o para cualquier otra tarea−, que nuestro cuerpo acabará por agradecérnoslo.

Leído y hecho. Ayer mismo seguí su consejo y estuve un buen rato en esa precaria posición en Cala Llonga, si bien no jugaba con nadie salvo conmigo mismo. En cuclillas imaginaba que era yo Jondalar, el de la novela ‘El clan del oso cavernario’, recordando melancólico el último polvete con Ayla, la protagonista. Mas cuando fui a levantarme para volver al siglo XXI, algo crujió: ¡el genoll!

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