Diario de Ibiza

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José María Asencio Gallego

Entre acordes y cadenas

José María Asencio Gallego

Ibiza al caer la tarde

Amanece en ses Salines. El cielo, oscuro minutos atrás, comienza a teñirse de colores rojizos y amarillos cada vez más luminosos. Y a lo lejos, como si los siglos no hubieran pasado, una figura solitaria, orgullosa, la Torre de ses Portes, todavía vigilante del camino entre las dos Pitiusas.

Ibiza resucita. Las luces se apagan y las calles se iluminan. La truculenta noche se transforma en leyenda y los búhos urbanos, ebrios y cansados, regresan arrepentidos a sus guaridas. Allí esperarán agazapados a la siguiente aventura. Mientras otros, los diligentes, trabajadores del alba, se disponen a empezar su jornada.

Nada, sin embargo, es lo que parece. No suele serlo, pues la noticia crea la realidad y no a la inversa. La vida es todo aquello que sucede fuera de las páginas de un periódico, fuera de las cámaras de cualquier noticiero. Y esta isla, lejos de una imagen preconcebida, tal vez por algunos pretendida, es mucho más que una noche, que un anuncio publicitario o que una célebre canción. Esta isla es historia, identidad en un mundo cada día más carente de ella.

Ibiza es olor a almendro, a sus flores blancas que, en enero, visten las tierras del valle de Santa Inés. Ibiza son sus playas, sus aguas cristalinas, sus casetas de pescadores en Porroig. Ibiza son sus olivos y, como dijo Van Gogh, su follaje de plata vieja y plata verdeante contra el azul cuando les rozan los rayos del sol.

Pero, sobre todo, Ibiza es quienes la habitan, quienes, con esfuerzo y tesón, la han construido tal y como la conocemos hoy. Una isla de contrastes, donde la tradición se entremezcla con la modernidad sin que ninguna de ellas excluya a la otra. El agua y el aceite, incompatibles por naturaleza, extrañamente fusionados para crear un coctel mágico cuya mera cata te cambia para siempre. Basta un paseo por sus calles, por sus pueblos y sus campos. De la gonella, a la moda Adlib; de la emprendada, a la indumentaria de los últimos hippies. Todo es distinto y, al mismo tiempo, nada lo es.

Y un día cualquiera llegó a esta isla quien escribe estas líneas. Su anfitrión, el genial Jaime Colomar, mallorquín de nacimiento e ibicenco de corazón, embajador durante muchos años de la Pitiusa mayor. Y por extensión, todos aquellos que, de una u otra manera, forman parte de la historia reciente y no tan reciente de esta isla.

Juanito, dueño de Ca n’Alfredo, un pequeño restaurante situado en el paseo de Vara de Rey o, como dicen los ibicencos, en s’Alamera. Allí nos recibe sonriente, feliz de haber llevado una vida plena y de, con orgullo, haber continuado con la obra de su padre. Hace muchos años, en esa España en blanco y negro que, en verdad, nunca fue tal, decidió comprar el establecimiento a unos alemanes, emigrantes judíos huidos de la Alemania nazi, que lo habían fundado años atrás. Y sobre ese suelo, comenzó a levantar lo que es hoy y, con toda seguridad, gracias a su descendencia, lo que seguirá siendo mañana. Un lugar repleto de fotografías en su interior, donde poetas descansan junto a pintores y actrices frente a escritores. Un lugar en el que, de día o de noche, descubrirás a qué sabe Ibiza.

Marta, Joan, Nuria, Ana y, cómo no, José María, barón de Gotor, el cual, a pesar de todo, a pesar de los caudalosos ríos de titulares pasados, nos demostró que su gentileza y amabilidad se erigen por encima de todos ellos.

Y qué decir de la subida a Dalt Vila. El paso a través del Portal de ses Taules hasta llegar al Rastrillo, con sus arcos de medio punto en el soportal del lateral. El baluarte de Sant Joan. El Cavaller de Sant Lluc. La catedral de Santa Maria de les Neus. Patrimonio Mundial de la Unesco.

Y conforme nos alejamos de la ciudad, el campo, los pequeños pueblos, las austeras iglesias de fachadas blancas que más de un secreto esconden en su interior. Sant Miquel, con sus hermosas pinturas al fresco; Sant Jordi, de intacta estructura de fortaleza; o Santa Eulària, situada sobre una colina, con su cúpula que parece pintada en ocre.

Todo esto es Ibiza. Porque, más allá del mundanal ruido de las discotecas, en esta isla reina el silencio y la paz que halla quien se pierde por sus frondosos bosques de pino mediterráneo. Así pues, visitemos la isla, impregnémonos de ella, de su olor, de su tradición, de sus gentes.

Cae la tarde en Cala d’Hort… un viajero llega y otro, aunque para volver muy pronto, se va.

José María Asencio Gallego | Juez y escritor

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