Tenía un objetivo, escribir un libro que se titularía 'Sexo en Ibiza'. Conocía la isla a palmos, era una gran receptora de historias ajenas que merecían ser contadas. Su propia historia lo merecía porque, aunque a ella le parecía prosaica, a sus amigas se le antojaba de lo más emocionante. Quizás sí, quizás haberse enamorado de todos sus amantes era envidiable, y es que nunca se había acostado con un hombre solo por sexo, Candela amaba, aunque fueran 30 los minutos de amor.

Instaló ordenador y papeles en una entreplanta de la impresionante casa de cinco pisos que había sido un convento de monjas al servicio del Obispado en Dalt Vila. Había vivido ahí con alguien especial, Lorenzo, un amante que finalmente se convirtió en su pareja, con el que hizo el amor en todos sus rincones y durante cinco años fue su reducto en la isla. Él la engañó con la camarera de un bar del puerto que le hizo creer que era una divinidad, y Candela, consciente de que era un dios menor, no le perdonó que no fuera capaz de organizar la estrategia para no ser descubierto. Podía sobrellevar los cuernos, ella los había puesto cientos de veces, pero no seguiría con un hombre que no era capaz de organizar su propia estrategia. Aún así, después de mucho tiempo de haber terminado, reconocía que los de Lorenzo eran los mejores apéndices que habían recalado en su cama. Manos y lengua por encima de todo lo demás, porque el pene era mono, pero estrecho y largo.

Candela alquiló la casa para tres años, y a pesar de que le daba cierto miedo dormir sola entre tantas piedras con siglos acumulados, decidió convertirla en su hogar.

Ya la primera noche se sentó a escribir. Tituló su primer capítulo 'Murmullo equivocado', la historia de cómo una de las primera veces que hizo el amor con Lorenzo le llamó por otro nombre, el de su exmarido, y en vez de enfadarse sonrió.

Terminó de madrugada y subió las escaleras hacia su dormitorio, lamentando su propio terror nocturno. Le costaba superar el miedo a la oscuridad en esa casa que guardaba huesecitos de bebés en las estanterías, testimonio de un pasado de desvaríos monjiles y de historias de altares clandestinos. Al decorador le había hecho gracia dar con ellos durante la rehabilitación y ahí los dejó, pero a ella le inquietaban. Los miraba de reojo cuando la detuvo el sonido seco y contundente de la aldaba. Casi infarta. Volvió sobre sus pasos, descendió y abrió la vieja mirilla de madera. Al otro lado estaban los ojos azules de Lorenzo. ¿Después de tanto tiempo? ¿Qué estaba haciendo allí? No, no podía pensar en aquello. Candela reconocía esa mirada y sabía que si abría? ¿Sería posible abrir solo a sus manos y a su lengua? Era una fantasía inútil, pero es que el resto de él poco le importaba. En su interior le debía una conversación, así lo sintió, de modo que se decidió. Un día había cerrado aquella puerta y esa noche la abriría. Lo que pasó después es ya otra historia.

Postdata: este es mi último artículo de 'Sexo en Ibiza'. Los siguientes llegarán en formato de libro. Quizás en 2021, porque queda mucho por contar. ¡Gracias a todos los lectores de esta página!