Ocurrió que a los europeos del norte se les despertó un hambre voraz por el sol playero afincado en el mediterráneo español. De repente se habían cansado de verse tan blancos y sosos frente al espejo cada mañana antes del trabajo. Resolvieron, pues, sumarse a la caravana de roulottes y venirse al sur a tomarse unas vacaciones de sí mismos. Corrían los años sesenta y viajar por fin en Europa ya no era solo cosa de ricos, como en tiempos de David Copperfield lo era el comer pollo. La obsesión de estos fugitivos de la lluvia era confiar sus descoloridas carnes al astro alfa íbero de nuestros cielos; es decir, broncearse a toda costa y a bajo coste. Ansiaban vigorizarse con baños de radiación solar masiva, convalecientes de los largos inviernos macilentos de sus países de origen, donde el sol apenas corre como un chorrito de luz perdido en la neblina. Broncearse sobre toalla, hamaca, hidropedal o colchoneta 'piscinera', daba igual. Incluso asidos somnolientos a una paella del tamaño de un volante de camión. Si décadas después Michael Jackson ambicionaría ser más blanco que María Antonieta en su corte, nuestros visitantes europeos casi lo opuesto, aunque la mayoría parecieran gambas a la plancha. O sea, requemados hasta la última entraña de la dermis, tanto que ni sus vecinos los reconocían a la vuelta. Por otra parte, su sed viajera de España no iba más allá del botijo, el agua bendita o la sangría. Con fotografiarse sonrientes rodeados de unos pocos tópicos se conformaban.

En Ibiza también desembarcaron entonces estos adoradores en bañador del sol mediterráneo -trasunto consumista del dios egipcio Atón-, que hicieron de calas y playas sus particulares altares de culto. De estas primeras 'capillas' fundacionales nacería luego lo más deslumbrante de la arquitectura de la nueva religión de moda, cambiando para siempre el paisaje de la isla: los hoteles de lujo, las discotecas-catedrales, los restaurantes sofisticados en lo que nada sabe a lo que parece, los beach clubs...

Los payeses no daban crédito. Sus padres y abuelos se habían deslomado para apenas alimentar a sus familias sin saber que la riqueza vendría después, precisamente, de la mano de ese mismo sol y esas playas que escocerían sus carnes hasta el final de sus vidas. Vidas consumidas día a día en las salinas, en la siega o en las barcas, bajo un sol que les hacía sudar como verracos y que incendiaba hasta la última sombra, a reventar de sargantanas. Justo ese mismo sol que enriquecería a muchos de sus descendientes, no otro. Qué castigo divino el exceso solar y el erial de las playas de entonces en la Ibiza preturística (la 'prehistoria' económica de la isla); y qué bendición ahora en la nueva era de la Ibiza turística (su ingreso en la 'historia' que analiza tanto el nivel de vida de sus habitantes como los desastres paisajísticos y ambientales de la masificación turística), comenzada en los sesenta, su año cero. La isla amanecía entonces cada día rebosante de divisas, como una hucha de cerámica fenicia a punto de estallar. Total, el sol y las playas eran los mismos, los de ayer, los de siempre, los que le ponían escenario y fuego a la alpargata, la red de pescar, la azada, las pesadillas y los sueños. ¿Qué ocurrió pues? Ocurrió que...