La higuera es la señora indiscutible de las Pitiusas. Tan cierto como que Tanit y Bes son sus dioses y Santa María de las Nieves su patrona. Este árbol hizo de ellas su feudo favorito, y hasta los hippies de finales de los sesenta le rindieron vasallaje anfetamínico bajo su enramada de soles y de higos. El paisaje pitiuso sería bien distinto sin su inmutable presencia, pues vino a remo con sus propias ramas en la noche de los tiempos para quedarse. Si uno va más allá de la cortedad del turista a destajo, observará que ambas islas no presentan una costa sino dos. La que mira al mar y la otra, la del interior, más homérica si cabe, frente a la inmensidad de la higuera. Lleva ésta tantos milenios enraizándose en la corteza pitiusa, que hasta del tuétano de las piedras logra obtener su savia. Varios son los autores de la Antigüedad que atestiguan ya su temprano cultivo aquí. Hasta no hace mucho, los higos constituyeron uno de los productos básicos de la economía de subsistencia del campesinado de estas tierras.

No hay árbol que se le pueda comparar en las islas a esta morácea nuestra tan mediterránea. Fue precisamente de joven -y en cueros casi tras bañarme en las calas-, donde bajo la vertical newtoniana de su ramaje me sobrevino la codicia del higo. Despertaba de mi siesta de fauno a los pies del tronco y no tenía más que alargar la mano para pillar un higo verde de gotita de miel. Nada igual a su dulzor y su textura de embriagadora sensualidad. Plinio el Viejo ya escribió que los higos mejores y más grandes se hallaban aquí. Ningún otro árbol frutal colmó las ensoñaciones de mi hedonismo juvenil, en esa etapa de la vida en la que la plenitud física se eleva a credo. En comparación con los higos maduros de esta tierra, hasta las sandías abiertas de otros lugares se me antojaban insulsas y puritanas, simples bodegones calvinistas.

Las higueras jalonaban en mi juventud gran parte del campo pitiuso, desde el interior menos turístico hasta la costa casi, en esa franja donde la pinocha y las algas secas se miran de frente. En mis largas caminatas campo a través utilizaba las higueras -casi todas enormes- como puntos de referencia. De higuera en higuera marchaba feliz mochila al hombro, atravesando heredades de todo apellido insular. Nadie se enfadó conmigo por hollar sus tierras, excepto los perros y alguna cabra loca. Menos mal que el payés es poco escopetero, salvo por el acento cerrado de su lengua si te habla a bocajarro; ahí date por muerto, sobre todo si eres un peninsular de las Castillas recién llegado. De todas formas, hubieran faltado perdigones en las islas para detener mis pies. Esta sucesión de higueras, a cual más hospitalaria y de mayor anchura, me fascinaba. En plena solana estival, cada una constituía un pequeño oasis. En muchas fui su 'beduino', pues resultaba difícil pasar de largo sin cobijarse bajo su perfumada sombra, además de renunciar a sus higos maduros, siempre tan tentadores. Me hubiera gustado ser un mirlo cualquiera para picotear de todos. Es admirable cómo el payés ha domesticado la vitalidad de este árbol para ponerlo a su servicio. Utilizando una inmemorial técnica única en el Mediterráneo, ha logrado doblegarlo a fin de que en vez de crecer a lo alto lo haga a lo ancho. Se consigue a base de puntales (estalons) que trabajan como pilares sujetando las largas ramas que van creciendo en horizontal; y también con perchas (perxes), que hacen de jácenas de éstas. Ambos elementos suelen ser de madera de sabina. Es lo que se ha bautizado como la arquitectura de la higuera. Esta es la razón por la cual la higuera pitiusa confiere al paisaje una singularidad única en el mundo. Proporciona así su copa una extensa superficie de sombra (más de 300 metros cuadrados en algunos casos) en la que el rebaño ovino se guarece del sol en verano, provecho que deberían copiar de vez en cuando los 'ganados humanos' en esos criaderos de melanomas que son las playas. Otra ventaja, especialmente en Formentera por su planicie, es que al no crecer el árbol en vertical se ve menos expuesto al viento. Los ejemplares más longevos están inventariados en el Catálogo Balear de Árboles Singulares, como la higuera de Formentera conocida como Na Blanca d'en Mestre. También hubo en Sant Josep otra cuyo diámetro de la corona alcanzaba los 21 metros.

Por desgracia, a día de hoy la higuera retrocede por la monetización intensiva del paisaje derivada del turismo. Ya no se considera un cultivo productivo; se abandona en la medida en que se va dejando atrás el campo, o un día se dejan de mirar las estrellas. Lejos queda el porxet de la casa rural ibicenca en el que se secaban los higos, a más de algún sueño incumplido. Se da la paradoja de que los higos secos vendidos en los supermercados de las Pitiusas proceden de Turquía. La desaparición de la higuera supondría la mutilación de uno de los elementos más distintivos del paisaje pitiuso. Nada menos que veinte variedades de esta especie han llegado a crecer bajo su cielo. Triste sería que no quedara ninguna a la que abrazarse a su tronco. Pero jamás ocurrirá tal cosa. Su fruto y su hoja son y serán uno de los más genuinos símbolos de estas islas, aunque no aparezcan en los logotipos comerciales ni institucionales que intentan representarlas.

«Y no era tiempo de higos». Así comienza el soberbio poema 'La higuera estéril' del libro 'Reincidencias', de mi buena amiga la poeta y maestra de poetas Elena Escribano Alemán. Pues bien, cuando ella conoció Ibiza de mi mano, me dijo sonriente: «Veo que en Ibiza siempre es tiempo de higos».