En la antigüedad existían muy pocos oficios con peor estampa que el de usurero, que según la definición clásica del término es aquel que cobra un excesivo interés por un préstamo. Durante siglos, incluso la propia iglesia, tan habituada a arrimarse al poder, condenó drásticamente la usura, al considerarla inmoral y pecaminosa. El usurero de antaño acumulaba riquezas, pero sufría a cambio un profundo rechazo social.

Muy al contrario, el usurero de hoy imparte conferencias en universidades y foros de economía, estrecha manos aquí y allá, conversa de tú a tú con los presidentes del gobierno e incluso los promueve, financiando sus campañas electorales y el desprestigio de sus enemigos. Sin embargo, en esencia, se dedica al negocio de siempre: sangrar al ciudadano hasta más allá de lo razonable, con la ventaja añadida de operar en un sistema que no nos deja otra alternativa que recurrir a sus servicios para todo: ahorrar, cobrar la nómina, pagar los impuestos, comprar una vivienda, sustituir el coche o cambiar las tuberías.

Estos días hemos leído que, al igual que ha ocurrido por todo el país, hay cientos de pitiusos -tal vez miles- afectados por el abuso de las cláusulas suelo que la banca aplica en las hipotecas. Otra estafa sin paliativos fruto de la creatividad de la usura contemporánea, que jurídicamente se define con el eufemismo de «cláusula abusiva». Nuestros banqueros nos han impuesto unas hipotecas de interés variable, que únicamente variaban a su favor. Si los tipos subían ellos ganaban más, pero si bajaban más allá de su margen de beneficio, el hipotecado seguía pagando lo mismo.

Ante la pasividad inquebrantable de nuestros políticos, jueces y autoridades regulatorias, que jamás cuestionan el despotismo de la banca, el Tribunal de Justicia Europeo ha enmendado el abuso. Condena a la banca a devolver lo esquilmado a los ciudadanos desde el primer día, que, según publicaba este periódico, se estima en una media de 200 euros por mensualidad. En Ibiza y Formentera la situación es aún más grave, si cabe, por el disparatado precio de la vivienda.

A la vista de la polémica, Diario de Ibiza reproducía la semana pasada las declaraciones del director de una sucursal ibicenca de la Banca March, que trataba de justificar lo injustificable. Argumentaba este individuo que como todos los bancos aplicaban estas cláusulas ellos también lo hicieron y que todos los clientes sabían perfectamente lo que firmaban en la notaría. «Nunca en la vida hemos engañado a ningún cliente», aseguraba.

Me pregunto quién mandaría a este melifluo oficinista a meterse en camisa de once varas. No le culpamos del todo por el atropello porque sabemos que le viene impuesto desde la central. Pero que además nos tome por necios es otro cantar.

Este empleado de la banca, como todos los demás, sabe de sobra que para comprender mínimamente las cláusulas de una hipoteca hay que saber latín, además de derecho y economía; y ni por estas. Y los notarios, a quienes se les debería exigir mucha más claridad y responsabilidad, que para eso cobran barbaridades, suelen limitarse a ofrecer una explicación sucinta del embrollo, a más revoluciones de las comprensibles. Pero la realidad es que aunque nos informaran al dedillo, el mercado no nos ofrece otra opción. Quien quiera comprar una casa o abrir un negocio y no sea millonario, no encontrará más alternativas.

Para colmo, desde que la amenaza de una sentencia negativa del Tribunal Europeo se cernió sobre la banca, algunas sucursales han trabajado a destajo para pactar con los afectados la supresión de la cláusula suelo, a cambio de su renuncia a reclamar lo que se les sableó en el pasado.

Cabe esperar que ni un solo ibicenco firme otro acuerdo similar hasta que la situación se aclare y el Gobierno apruebe el real decreto que regule las devoluciones. Y aquellos que lo hayan hecho, que no se rindan y sigan plantando batalla.

En todo caso, con este nuevo fraude de los bancos llueve sobre mojado: estafaron a los ancianos que les confiaron sus ahorros con las preferentes y nos siguen cobrando intereses abusivos y comisiones disparatadas si una cuenta se queda al descubierto por un puñado de euros, entre otras artimañas. Las cuentas de ahorro tampoco proporcionan intereses sino gastos y no han tenido un ápice de misericordia o flexibilidad con quien no ha podido pagar en algún momento, cerrando empresas y dejando a las familias en la calle y endeudadas hasta la muerte.

Tal vez los banqueros ostenten un gran poder, pero ya es hora de que volvamos a llamarlos por su nombre: ni ejecutivos, ni estrategas, ni visionarios de la economía. Pura y simplemente usureros.