Chabolismo en Ibiza: «Quiero pasar el invierno debajo de un techo»

Durante todo el verano, un terreno situado entre Can Burgus y Sant Jordi ha acogido al campamento de infraviviendas más grande de la isla

Han sido casi siete meses durmiendo bajo una tela, soportando los rigores de un verano implacable, sin luz ni agua corriente, sin lavabo, sin casa, en definitiva. Casi siete meses muy duros, pero Masud ya cuenta los días para regresar a casa. Antes de que termine octubre abandonará el descampado situado junto al instituto Algarb, en Sant Jordi, que durante esta temporada se ha convertido en su hogar, y regresará a las Canarias, donde su familia le espera.

«En Eivissa, hay trabajo de sobra. Llegué en abril y he hecho de todo. En carga y descarga, de lavaplatos en una cafetería, de seguridad…», explica Massud, que aunque no se arrepiente de haber venido, asegura de que se lo pensará dos veces antes de regresar el año que viene: «Nos vendieron la moto de que aquí uno podía vivir, pero no es así». Explica que estuvo semanas buscando una habitación, pero todas costaban entre 800 y 900 euros al mes más otro mes de fianza. Encontró una ganga: una habitación por 500 euros, pero debía pagar por adelantado otros tres meses de fianza. En total, 2.000 euros, algo que se escapa de su presupuesto.

«Un compañero de trabajo me dijo que dormía en este terreno y que me viniera, y aquí me instalé. Esta ha sido mi casa», concluye.

«Quiero pasar el invierno debajo de un techo»  |

Jesús y Viviana caminan entre tiendas de campaña. / D.V.

La temporada está terminando pero este terreno situado entre la rotonda de Can Burgus y el pueblo de Sant Jordi continúa alojando a un gran número de trabajadores de temporada. A día de hoy, un recuento exhaustivo nos deja todavía medio centenar de infraviviendas en este enclave. La más habitual es la tienda de campaña básica marca Quechua del Decathlon, aunque también encontramos tiendas de acampada más amplias, chabolas elaboradas con palets e, incluso, algunas cabinas de plástico que, en otra vida, sirvieron como almacén para guardar herramientas. No están todas agrupadas, sino que se distribuyen por grupos, algunas repartidas dibujando un círculo, otras en torno de la sombra de un árbol y también se ve alguna cabaña solitaria. Han creado una microsociedad, con sus reglas, sus normas y sus códigos.

«Esta es la primera comunidad de vecinos donde no hay problemas», dice con una sonrisa Jesús, un andaluz que es como si fuera ibicenco porque ya lleva veinte años viviendo en la isla.

La mayoría de los habitantes del campamento son saharauis, pero también encontramos españoles y latinoamericanos. Jesús empezó este año viviendo bajo techo, pero la mala suerte -o, mejor dicho, la avaricia y la crueldad del mercado inmobiliario- se cruzaron en su camino. «Yo vivía de alquiler en un apartamento en Platja d’en Bossa y pagaba 1.000 euros al mes. Se me terminaba el contrato y no me lo renovaron porque el casero iba a hacer obras de reforma para poder alquilar el piso por 2.000 euros -explica Jesús-. Me vi en la calle y tuve que venir aquí».

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Los residentes tienden la ropa entre las ramas de los arbustos. / D.V.

Este albañil encaja con un estoicismo desarmante su destino: «De niño iba mucho de acampada, pues esto ha sido como volver a la niñez, a pasar la noche bajo las estrellas». Sin embargo, admite que lo más duro empieza ahora: «Por las noche ya hace mucha humedad y es muy jodido, y dentro de nada empezará el frío». Por este motivo, sus planes pasan por marchar de aquí: «Ahora en octubre la obra arranca de nuevo y me saldrán trabajos de albañil. Si encuentro algo que esté bien de precio, quiero pasar el invierno bajo un techo».

Jesús vive en un aparte del campamento y comparte su espacio más directo con una pareja de hermanos colombianos, Camilo y Viviana, con los que ha forjado una amistad. Lavan la roba en una lavadería, se duchan con garrafas de agua, limpian los platos en una palangana y, por las noches, si tienen un apretón, se van hasta el otro extremo del descampado, en el lugar más apartado, para hacer sus necesidades tras un matorral.

Unas condiciones hostiles que solo se pueden soportar a través de unos férreos códigos de comportamiento y buena vecindad. «Aquí lo que hay es mucho respeto», señala Camilo, «no tenemos relación con la otra gente que hay en el campamento pero hay respeto. Aquí todos trabajamos. Se respeta el espacio de cada uno. No se hacen ruidos, no se enciende fuego, se recoge la basura. Cada uno va a lo suyo». «Cuando llegué me puse un candadito en la tienda de campaña para que no me entraran», señala Viviana, «pero ya lo quité. No hay nada de hurtos. Cero problemas».

«Quiero pasar el invierno debajo de un techo»  |

Una chabola elaborada con materiales de desecho. / D.V.

De la villa a la chabola

Camilo y Viviana son colombianos y llevan tres años instalados en Barcelona. Este verano probaron suerte con su primera aventura ibicenca, pero los precios de la vivienda les han condenado a vivir en el campamento. «Un amigo mío que trabaja en el aeropuerto pasaba por aquí delante cada día de camino al trabajo. Nos sugirió que nos viniéramos y aquí estamos. Uno nunca imagina terminar viviendo en estas condiciones», relata Camilo.

Durante el verano, él ha trabajado de jardinero y ella de friegaplatos. Ahora están en el paro y reciben una ayuda de Cáritas que les permite comer. No obstante, piensan perseverar en su intento de instalarse en la isla: «Eivissa nos ha gustado. Si encontramos trabajo y en invierno el precio de los alquileres bajan, quizás intentemos quedarnos».

Como la mayoría de los que viven aquí, no tienen vehículo propio. Viviana iba andando hasta su puesto de trabajo, en ses Figueretes. A Camilo lo recogía una furgoneta. Este verano se ha encargado de la jardinería y el mantenimiento de villas de lujo. Durante el día, conocía la riqueza extrema en casas que cuestan millones de euros. Después, regresaba al campamento de chabolas a pasar la noche. Le pregunto si, tras vivir en sus carnes esta cruel desigualdad, no le han entrado ganas de quemar el mundo. Responde con una sonrisa melancólica: «Bueno, es la escala de la vida», señala con la resignación de quien tiene asumido el papel que le ha tocado ocupar en esta sociedad.

«Quiero pasar el invierno debajo de un techo»  | FOTOS DE DAVID VENTURA

Sidamet y Omar posan junto a las tiendas de la zona del campamento donde residen. / D.V.

Hora de regresar

Octubre es tiempo de cambio y los caminos de Omar y Sidamet se bifurcan. Estos dos saharauis han sido vecinos de tienda de campaña durante el verano, pero esto cambiará dentro de dos semanas. Cuando termine su actual contrato, Sidamet se volverá a Sevilla, donde vive su familia. Omar, en cambio, ha decidido que pasará el invierno en la isla. En la península no le espera nadie, ya que su familia está en el desierto, en el campañento de refugiados de Tindouf. «En el Sáhara tengo a los niños, a mi mujer, y tengo que enviarles dinero», comenta Omar, quien señala orgulloso que, pese a su precariedad extrema, cada mes cumple con su familia y les hace el envío: «Debo ayudarles y para eso estoy aquí».

«Este ha sido nuestro espacio y he sido feliz. Además, nací en una tienda de campaña, estoy acostumbrado a esto», completa Sidamet, pero pese a encontrar la amistad y cierto bienestar en unas circunstancias tan difíciles, no quiere pasar aquí ni un día más del necesario: «Mi familia me espera en Sevilla, y estoy contando los días».

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